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Entre las formas de gobierno poco estudiadas en México está la llamada “dictadura judicial” o gobierno de jueces. Se conoce con este nombre al régimen de gobierno en el que las y los jueces y magistrados se erigen como un poder superior al Ejecutivo y al Legislativo, logrando nulificar, revertir o invalidar normas y actos de gobierno de estos últimos.

En contextos de democracias constitucionales como la nuestra, ambos términos se refieren a una situación en que el Poder Judicial ejerce un poder e influencia significativos sobre la gobernanza y los procesos de formulación de políticas del país.

Implican que el Poder Judicial, en particular la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), despliegue o ejerza una autoridad excesiva en los asuntos públicos o de interés general del país, a menudo a expensas de los poderes Ejecutivo y Legislativo, es decir, de los otros poderes constituidos, en términos del artículo 49 de nuestra Carta Magna.

Quienes critican este fenómeno argumentan que socava los principios de separación de poderes y de controles y equilibrios, concentrando demasiado poder en manos de las y los jueces, magistrados o ministros, cuya elección no se da por voto popular.

Esta percepción de extralimitación judicial se alimenta de varios factores, entre ellos, el activismo de la SCJN. El máximo tribunal de nuestro país ha sido cada vez más activo en la interpretación de la Carta Magna y en la derogación de leyes consideradas inconstitucionales. Si bien la revisión judicial es un aspecto vital de una democracia que funcione, las críticas señalan que, en ocasiones, el tribunal fue más allá de su mandato, legislando efectivamente en sede judicial.

En algunos casos se perciben supuestas debilidades de los poderes Ejecutivo y Legislativo, y con base en estas o en el desempeño ineficaz de ambos, el Poder Judicial pretendió identificar uno o varios vacíos de poder que podía llenar. Esto potencia la percepción de extralimitación judicial.

Cierto es que la percepción de corrupción e impunidad dentro del sistema político mexicano puede llevar a la ciudadanía a confiar más en el Poder Judicial como control de otras ramas del gobierno; sin embargo, esto también podría contribuir a que el Judicial asumiera un papel más dominante en la gobernabilidad.

A ello se suman los reiterados señalamientos de que juezas y jueces en México son nombrados a través de un proceso complejo que involucra a varias partes, incluidos partidos políticos y grupos de interés, lo que implica un sistema que carece de transparencia y rendición de cuentas, y genera preocupaciones sobre la independencia e imparcialidad del Poder Judicial.

Así, no escapan las críticas sustentadas en el argumento de que, si bien un Poder Judicial independiente es esencial para defender el Estado de derecho, el activismo judicial excesivo puede socavar los principios democráticos y conducir a una concentración de poder en manos de personas funcionarias que no encuentran legitimación en los principios de soberanía popular o representación política efectiva.

En tal orden de ideas, un juez o una jueza puede, por ejemplo, suspender la aplicación de una reforma constitucional aprobada por dos terceras partes de las y los senadores y diputados federales del Congreso de la Unión, así como por la mayoría de 17 de 32 congresos estatales. Es decir, en este particular, estaría actuando como el poder de los poderes.

El tema se complica más si consideramos —como se mencionó— que los mandos superiores de los poderes judiciales (ministerios y magistraturas) generalmente son nombrados por las y los legisladores, en su calidad de depositarios y representantes de la voluntad popular mayoritaria. Es decir, la fuente de su legitimidad es otro poder constituido.

Para ejercer su función, juezas y jueces son dotados —por la misma Constitución— de garantías de independencia, inamovilidad, poder disciplinario endógeno y remuneración amplia y suficiente. Pero en una dictadura judicial todas estas garantías de funcionalidad, propias de una democracia constitucional, terminan en desviaciones estructurales que convierten a las y los jueces, magistrados y ministros en un grupo de poder aparte y superior a quienes los crearon.

Esto último fue puesto en evidencia recientemente con el caso de la abierta intervención del Poder Judicial federal en la designación del gobernador interino de Nuevo León, lo que conllevó una crisis política sin precedente en la entidad federativa. 

La independencia judicial deviene en aislamiento social; la inamovilidad, en coto burocrático; el poder disciplinario, en una omertá o hermandad, y la remuneración amplia, en una fuente de privilegios y desigualdad económica.

En un gobierno de jueces, la indispensable autonomía judicial termina en un insensible encapsulamiento y alejamiento social. En la dictadura judicial se aplica el derecho, pero no la justicia. La justicia se vuelve ciega, pero también sorda. Y lo peor: en lugar de disminuir la conflictividad social, la exacerba. ¿Cuánta de la inseguridad que padece el país es responsabilidad de las y los jueces, por la llamada “puerta giratoria judicial”, que más tardan en cruzar los delincuentes que en salir nuevamente a las calles a delinquir?

En este momento, en países como España e Italia hay una discusión similar a la que tenemos en México. ¿Cuáles son los alcances y límites de la función jurisdiccional? ¿Quién juzga a las personas juzgadoras? ¿El Poder Judicial es un poder constituido o un poder constituyente? ¿Está por encima del órgano reformador permanente de la Constitución o debe sujetarse al mismo? ¿Un juez puede legislar mediante sentencias, sin alterar el principio de la división de poderes?

Las reformas a la Ley de Amparo presentadas recientemente van en el sentido de acotar el riesgo de una dictadura judicial o gobierno de jueces en México. Se apoyan en cuatro elementos: la necesidad de limitar la discrecionalidad judicial, preservar la presunción de constitucionalidad de las leyes, respetar la separación de poderes y adherirse al principio de relatividad de las sentencias de amparo.

Si tuviésemos la figura del referéndum judicial, nos ahorraríamos muchas dificultades legislativas. Una vez aprobada esta reforma, se realizaría un plebiscito para que la ciudadanía validara o desechara lo aprobado por la mayoría legislativa. Pero a esto le llaman “populismo judicial”, cuando en la Grecia antigua la validación de las leyes en la plaza pública era la mejor manera de que la vox populi se convirtiera en vox Dei.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

X y Facebook: @RicardoMonrealA