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El fenómeno migratorio es inherente a la condición humana. Las mujeres y los hombres nómadas poblaron continentes y fundaron civilizaciones. La agricultura los arraigó, pero nunca dejaron de moverse. Incluso libros sagrados como la Biblia, el Corán y la Torá contienen pasajes sobre “éxodos”, término sacro para referirse a grandes migraciones.

Como antaño, hoy los pueblos migran por al menos tres motivos: la búsqueda de la “tierra prometida” (el equivalente contemporáneo es el “sueño americano”), ponerse a salvo de pestes y pandemias, o escapar de las guerras y la violencia.

México siempre ha tenido una ubicación geopolítica estratégica. Esto quedó registrado en los reportes de viaje de Alexander von Humboldt, en los que dio cuenta de las riquezas y diversidad de nuestro país, llegando a compararlo con el mítico cuerno de la abundancia.

Acaso esto último motivó el ánimo imperialista de la vecina nación del norte, incluida la eventual pérdida de más de la mitad de nuestro territorio, pues, desde ese momento, la expansión de los Estados Unidos y su veloz desarrollo industrial propiciaron numerosas oleadas migratorias desde diversos puntos del planeta, sobre todo del Viejo Continente.

Históricamente, la Unión Americana reconoce su propio origen y auge en la llegada de oleadas migratorias de personas inglesas, irlandesas, italianas, chinas, japonesas, mexicanas, centro y sudamericanas, etcétera, que se han establecido ininterrumpidamente en ese territorio durante los dos últimos siglos.

El fenómeno migratorio retomó bríos a partir de la bonanza económica posterior a la Segunda Guerra Mundial y, por lo menos, hasta mediados de la década de los años 80 del siglo pasado, convirtiéndolo en un polo de atracción para millones de personas que buscaban mejores condiciones de vida.

Nuestra frontera norte se ha convertido en la más transitada del planeta, lo que al parecer no sufrirá cambios en el corto plazo por dos razones: la primera es la pauperización de la vida cotidiana de miles de personas, que las seguirá obligando a salir de sus países de origen; la segunda, que el vecino país es la potencia económica de mayor relevancia en el planeta.

Cabe resaltar igualmente que en los últimos años nuestra frontera sur ha registrado un flujo más nutrido de migrantes procedentes de naciones caribeñas, pero también del continente africano, en su pretensión de llegar a Estados Unidos. 

Por otra parte, luego de ciertos pasajes ríspidos, las relaciones de México con Estados Unidos se volvieron más estrechas, sobre todo, con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en 1994.

Las relaciones comerciales bilaterales permitieron un flujo acelerado de mercancías, pero también propiciaron la llegada —en condiciones desiguales— de empresas transnacionales a suelo mexicano. Esto ocasionó, entre otras consecuencias, el cierre de negocios y la caída estrepitosa de la producción en el campo, pues los pequeños o medianos productores de nuestro país no pudieron competir con sus pares estadounidenses, debido a los altos subsidios gubernamentales que reciben estos últimos.

Así, muchas y muchos mexicanos se han visto en la necesidad de migrar a Estados Unidos en busca de trabajo, insertándose en las mismas actividades económicas que les eran propias en sus lugares de origen. Esto provocó uno de los problemas de migración más importantes de la historia reciente. La cantidad de personas ha sido tal, así como la falta de reglas formales para regularizar su estadía, que su tratamiento se volvió un tema recurrente en la agenda bilateral.

A su vez, el flujo constante de personas sirve como bandera para algunos políticos estadounidenses, quienes pretenden convertir el fenómeno migratorio en un problema sociopolítico o de seguridad nacional. Sin embargo, los gobiernos de ese país durante los últimos años también han abordado de diversas maneras el tema, sin encontrar una salida satisfactoria, e incluso generando tensiones diplomáticas con México, en parte por la visión unilateral de las posibles soluciones y por el desdén de la cooperación y los instrumentos internacionales.

Un referente para afrontar esta nueva realidad y evitar que nos rebase es asumir el Pacto Global Migratorio (o Pacto de Marrakech), promovido por la ONU, además de diseñar políticas públicas nacionales para atender el fenómeno.

Ese instrumento internacional fue suscrito por México en 2016 y consta de 23 compromisos que incluyen atender los factores adversos y estructurales que obligan a las personas a abandonar su país de origen; aumentar la disponibilidad y flexibilidad de las vías de migración regular; reforzar la respuesta transnacional al tráfico ilícito de migrantes y combatir la trata de personas; proporcionar acceso a servicios básicos; promover transferencias de remesas más rápidas, seguras y económicas, y fomentar la inclusión financiera de migrantes, así como fortalecer la cooperación internacional y las alianzas mundiales, para la migración segura, ordenada y regular.

Los propósitos del Pacto, aun de manera indirecta, fueron traídos a cuenta por los titulares del Ejecutivo de los tres grandes países de Norteamérica, en el marco de la Cumbre de Líderes de América del Norte, celebrada a principios del presente año, en la que se abordaron, entre otros, temas sobre política regional, economía, cambio climático, seguridad, inclusión, equidad y migración.

Respecto al tema de migración, coincidieron en la necesidad de llevar a cabo trabajos conjuntos para lograr que se convierta en un fenómeno seguro, ordenado y humano en la región. Del lado mexicano, por ejemplo, se habló del compromiso de construir un nuevo centro de apoyo a migrantes en la zona sureste.

Si bien hay esfuerzos de por medio, lo cierto es que aún queda pendiente la formalización de los acuerdos para implementar un plan trilateral sobre las causas profundas de la migración irregular y los otros aspectos que se contemplan en los diferentes compromisos del Pacto de Marrakech.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA