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La relación entre la Iglesia y el Estado, a partir de las Leyes de Reforma, se caracterizó por un duro golpe al poder eclesiástico y a las clases influyentes. La guerra de Reforma (1858-1860) evidenció la polarización en la que ya estaban sumergidas tanto la sociedad mexicana como la propia estructura de gobierno.

El presidente Benito Juárez y su gabinete sentaron las bases para la construcción de un Estado laico, lo que implicó varias dificultades, ya que continuamente y acosado por los conservadores trasladaba la sede de su gobierno a diversas partes del país.

Por ejemplo, el 13 de marzo de 1858, en Guadalajara, estuvo a punto de morir fusilado debido a la traición de los soldados que le servían de guardia. Este hecho evidenció el enorme poder económico y político que aún tenía la Iglesia.

Décadas más tarde, pese a las limitaciones impuestas por las Leyes de Reforma, la Iglesia católica siguió gozando de fuerte influencia, por lo menos en los movimientos populares y otros espacios de control social. En tal sentido, en enero de 1911, a inicios de la Revolución mexicana, se fundó el Partido Católico Nacional (PCN), en el que participaron -como era de suponerse-, las clases elevadas, pero también algunos campesinos, obreros, pequeños propietarios y profesionistas, lo que dio cuenta de la evolución del clero mexicano.

Para 1923, los roces entre la Iglesia y el Estado volvieron a su etapa más álgida, y a finales de 1926 iniciaron los primeros movimientos armados de la Guerra Cristera contra el presidente Calles. Las negociaciones entre el Gobierno mexicano y la Iglesia continuaron hasta 1929, durante el mandato de Emilio Portes Gil. Aquí se redefinieron las relaciones, declarándose una tregua que consistió en una amnistía para los guerrilleros cristeros y el manejo tolerante de las leyes constitucionales en materia de cultos religiosos.

Décadas más tarde, en 1988, desde el mismo día de la toma de protesta del nuevo presidente y ante la apertura manifestada por éste, los representantes de la Iglesia se lanzaron a la ofensiva de inmediato, con la finalidad de lograr la modernización de las relaciones con el Estado. Esto se tradujo en la formulación de una agenda legislativa particular que consistía básicamente en lo siguiente: Reformas a los artículos 3, 24 y 130 constitucionales, Apertura de los medios de comunicación para el clero. Ampliación de los espacios educativos, Derecho al voto, Relaciones diplomáticas con el Vaticano, Reconocimiento de personalidad jurídica

Después de este recuento histórico, vale la pena preguntar si existe alejamiento o entendimiento de la 4T con las iglesias en el contexto actual.

De entrada, habrá que precisar que al hablar de iglesias nos referimos a una denominación genérica en la que la igualdad de trato es la norma básica. Es decir, ante la ley merecen el mismo trato el catolicismo, el judaísmo, el hinduismo, el protestantismo, el anglicismo, la cienciología y el agnosticismo, entre otras religiones que se practican en nuestro país.

En un Estado laico, como se supone que es el nuestro, preguntar cómo es la relación Iglesia-Estado ni siquiera tendría sentido. No obstante, debemos recordar que la formación del Estado nacional en México pasó por una serie de capítulos especiales en torno a esa relación, lo cual ha permeado a las estructuras sociales o institucionales y cuyo estatus resulta significativo en momentos de transformación como los que estamos viviendo.

No se debe perder de vista que el catolicismo es la religión practicada por la mayoría de la población mexicana (por un 77.7 %, según el censo de 2020); por ende, conviene replantear la cuestión para fines prácticos y preguntar entonces cuál es la relación actual entre la 4T y la Iglesia Católica. Considero que la respuesta es que no es distinta ni contraria a lo que establece la laicidad jurídica y política, aunque sí distante, por decirlo en los términos de la percepción social dominante.

Pero vayamos por partes: el jefe del Estado laico mexicano, el presidente de la República, no es antirreligioso, pero tampoco es practicante del catolicismo apostólico y romano predominante en el país. Aun así, esto no le ha impedido guardar respeto a la Iglesia y a la jerarquía católica mexicana, así como declarar abiertamente su admiración por el pensamiento social del papa Francisco.
Sin embargo, pareciera que la Iglesia sí extraña el trato más directo, cercano y hasta cálido que pudo haber recibido de las Presidencias en el pasado inmediato, por parte de los gobiernos del PRI y del PAN, especialmente estos últimos, dada la abierta profesión por el catolicismo romano de Vicente Fox y Felipe Calderón.

En esta atmósfera de sana distancia institucional entre la 4T y la jerarquía católica habrá que ubicar las recientes acciones y los dichos de algunos prelados sobre la situación de la seguridad en el país. Por ejemplo, el Encuentro Nacional por la Justicia y la Paz en México (convocado por la Conferencia del Episcopado Mexicano y un grupo de empresarios), y las declaraciones cruzadas entre las autoridades civiles y eclesiales de Michoacán, ante el artero asesinato de Hipólito Mora. Igualmente, el lamentable caso de los sacerdotes jesuitas asesinados en Chihuahua también ha influido en el evidente malestar de la jerarquía eclesiástica.

El distanciamiento e intercambio de acusaciones mutuas entre representantes del poder civil y del religioso en nada abona a resolver la situación en materia de seguridad en el país. Por el contrario, este tipo de conflictos facilita la impunidad y la actuación del crimen organizado, pero, sobre todo, profundiza la situación de indefensión que viven las víctimas del delito.
ricardomonreala@yahoo.com.mx
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA