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La paz y la seguridad son acaso los principios primordiales de justificación de un Estado; en términos de Carl Schmitt, el protego ergo obligo (“protejo, luego obligo”) es el cogito ergo sum (“pienso, luego existo”) de aquél, lo que en un escenario de moderna teoría estatal nos remite a las cuestiones de seguridad como condiciones fundamentales de subsistencia y gobernabilidad.

En México, las instituciones encargadas de la seguridad se han visto rebasadas por el establecimiento y la operación de grupos criminales a lo largo y ancho del territorio, lo que ha comprometido la gobernabilidad, deteriorado el tejido social y resquebrajado la relación entre sociedad y gobierno.

Otro factor ha sido el avance de los intereses de la delincuencia organizada dentro de los cuerpos de seguridad de los tres órdenes de gobierno, como se ha evidenciado en diversos casos del dominio público; en la actualidad, por ejemplo, está preso en Estados Unidos quien fungiera como secretario de Seguridad Pública en dos administraciones federales anteriores, acusado de nexos con grupos de narcotraficantes, ante lo cual enfrenta un juicio en aquella nación.

La corrupción en diferentes esferas de gobierno ha dado pie al crecimiento, empoderamiento e impunidad de toda la estructura delincuencial en México, lo cual tuvo su origen en años previos. El surgimiento de los grandes grupos criminales en el país se remonta a la década de los ochenta del siglo pasado, coincidiendo con la grave situación económica desatada por la crisis del petróleo en 1982, la cual se extendió durante el resto de la década.

Con el advenimiento del modelo económico neoliberal, como ha quedado demostrado, la pauperización de la vida y del poder adquisitivo de las mexicanas y los mexicanos se sumó al detrimento constante de la esfera pública, lo que devino en diversas reacciones sociales en el país; fenómenos que no se atendieron oportunamente.

Entre los fenómenos sociales más importantes en México, cuyo crecimiento fue exponencial hacia finales del siglo pasado y principios de éste, se encuentran la pobreza, la migración, el crimen organizado y, por supuesto, la violencia.

Como una especie de metástasis, los grupos de la delincuencia organizada se fueron extendiendo por todos los espacios públicos y privados de la nación; la cultura, la política o la economía fueron cooptadas cada vez más por el hampa, al grado de rebasar a las instituciones del Estado mexicano en no pocos territorios.

Cuando en 2006 se inició la mal llamada guerra contra el narcotráfico, resultado, principalmente, de una imperiosa necesidad de legitimidad por parte del entonces presidente mexicano, no se sabía con exactitud hasta qué grado habían crecido la riqueza y el poder de fuego de los grupos delincuenciales.

La estrategia —que replicó la administración federal siguiente— se centró en desarticular a los cárteles desde sus liderazgos; el resultado fue parecido al enfrentamiento que Hércules sostuvo con la hidra de Lerna: al cortar alguna cabeza de los grupos criminales, de continuo aparecían otras muchas para tomar su lugar, lo que significó la diseminación y fragmentación del mundo del hampa, abonando con ello a la complejidad del problema delincuencial.

Con el ascenso de un auténtico gobierno popular en nuestro país, no alineado al modelo económico neoliberal, se llevó a cabo un cambio de rumbo respecto de la estrategia de seguridad utilizada durante doce años.

La actual administración ha actuado de manera responsable y, a tres años de haber iniciado el proceso de transformación de la vida pública de México, si bien se reconoce que erradicar la inseguridad sigue siendo el pendiente que más preocupa a la población, también es cierto que ha habido avances significativos en la materia.

El presidente de la República señaló que la voluntad del gobierno actual es seguir adelante en la lucha contra el crimen organizado, y en la estrategia para su combate frontal se privilegian cuestiones como los trabajos de inteligencia, la prevención y respuesta, con el fin de atender los factores sociales y económicos que dan lugar a la germinación o el sostenimiento de los grupos delincuenciales.

Las palabras del jefe del Estado mexicano, pronunciadas en su conferencia matutina del 7 de febrero, estuvieron vinculadas con lo ocurrido el pasado fin de semana en el estado de Zacatecas, lo cual es reflejo de la grave crisis de violencia que permea en diversas entidades de la República.

El que suscribe estas líneas gobernó ese estado entre 1998 y 2004. A mi llegada como titular del Ejecutivo local, la entidad estaba en condiciones paupérrimas, en términos de seguridad; sin embargo, mediante el esfuerzo y el trabajo conjunto de las instituciones gubernamentales y la sociedad civil se pudieron alcanzar la paz y la tranquilidad para la población desde los primeros meses, información que fue publicada por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

Es de esperarse que en la gestión de David Monreal, el actual gobernador de la entidad federativa, se obtengan resultados igualmente favorables, ya que además del carácter, capacidad e inteligencia con que cuenta, goza también del respaldo y apoyo de aliados importantes en los distintos poderes y órdenes de gobierno, los cuales han estado dispuestos a colaborar con él, en beneficio de todo el pueblo zacatecano.

La paz y la seguridad no son inalcanzables; no obstante, para garantizar estas obligaciones primigenias del Estado se requiere del trabajo incansable de las autoridades de todos los órdenes de gobierno, así como de la población del país en su conjunto. En la medida de nuestras posibilidades, capacidades o competencias debemos dedicarnos de lleno a frenar y erradicar la violencia que actualmente azota a nuestra nación.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA