El presidente Trump afirmó que la palabra “arancel” es hermosa, porque es una poderosa arma de negociación económica y política. Hace 40 años lo viene diciendo, y si no lo aplicó en su primer mandato fue porque no tenía ni al Congreso ni a la Suprema Corte de su lado. Hoy los tiene y por eso aplica su teoría económica, que contiene todos los ismos de la llamada “Edad Dorada” (siglo XIX y primera mitad del XX): proteccionismo, expansionismo, anexionismo, belicismo, imperialismo.
En términos generales, la “Edad Dorada” constituye un importante legado económico para la cultura de Estados Unidos (EE. UU.). Esa época sentó las bases del poderío industrial del país, pero también generó desigualdades enormes que eventualmente condujeron a la Era Progresista y sus reformas regulatorias.
El modelo económico establecido durante este periodo -capitalismo industrial a gran escala con corporaciones dominantes- fue un hito fundamental para el desarrollo económico posterior de la Unión Americana.
Este periodo representa también una de las transformaciones económicas más rápidas y profundas de la historia moderna, convirtiendo a EE. UU. de nación mayormente agraria a la potencia industrial dominante del mundo y principal economía a escala global.
Una de las características económicas principales de la “Edad Dorada” fue la industrialización acelerada, reflejada, entre otros aspectos, en la expansión ferroviaria, que conectó mercados y facilitó el comercio nacional.
En ese tiempo se dio también una auténtica revolución tecnológica. Innovaciones como el telégrafo, el teléfono, la electricidad y diversos procesos industriales mecanizados transformaron la producción, lo que, de manera simultánea, facilitó la producción en masa, caracterizada por el desarrollo de líneas de montaje y métodos de producción estandarizados.
El crecimiento económico sin precedentes de la época tenía como telón de fondo un incremento notable en el PIB estadounidense, que se cuadruplicó entre 1869 y 1899, y la producción industrial, que aumentó aproximadamente un 500 %. Además, la posición de EE. UU. en el escenario internacional tuvo una escalada boyante, superando al Reino Unido como principal potencia industrial mundial.
Lo anterior se acompañó con el surgimiento de grandes corporaciones y monopolios. En esos años se consolidaron industrias clave bajo gigantes corporativos como Standard Oil, U.S. Steel y American Tobacco.
Las empresas crecieron absorbiendo competidores y controlando toda la cadena de producción, y surgieron estructuras corporativas complejas para controlar múltiples empresas, en lo que se denominó “holding companies”.
Como sugiere la engañosa frase “Edad Dorada”, la bonanza económica escondía fenómenos indeseables, como excesiva concentración de la riqueza. Los “Barones Ladrones” (o “Capitanes de Industria”, según la perspectiva) acumularon fortunas enormes. Las 10 personas más ricas controlaban un caudal equivalente a aproximadamente 1/7 del PIB nacional, lo cual obedecía a una política laboral marcada por salarios muy bajos para los trabajadores en comparación con las ganancias empresariales extremas.
Las políticas económicas liberales tenían como canon el llamado “laissez-faire”, lo que supone una mínima intervención gubernamental en los distintos sectores de la economía. Asimismo, mantuvieron presencia concurrente los aranceles proteccionistas, que implicaban altos impuestos a importaciones para favorecer la industria nacional.
Además, el sistema monetario estaba basado en reservas de oro, lo que limitaba la oferta monetaria y causaba deflación periódica. También persistía un sistema bancario fragmentado con poca regulación, así como un mercado de valores en crecimiento, pero volátil. Esto llevó a pánicos financieros recurrentes (1873, 1884, 1893), por la especulación y falta de regulación.
Como en un intento de volver a la ilusión de glorias pasadas, el primer mandatario estadounidense, con su estilo frontal y disruptivo, delineó una nueva ofensiva arancelaria global.
Por ello, incluso países históricamente enfrentados por sus propias dinámicas estratégicas, como China, Japón y Corea del Sur, comienzan a encontrar un terreno común frente al unilateralismo comercial estadounidense. Canadá y la Unión Europea, por su parte, observan con preocupación el endurecimiento de tarifas que, lejos de incentivar la cooperación económica, amenazan con fragmentar las cadenas globales de valor.
Pero el verdadero conflicto no se libra en foros internacionales, sino en el mismo corazón del sistema político de EE. UU.: detrás de cada arancel impuesto por decisión presidencial unilateral para restringir el comercio internacional, se borra una línea constitucional, se debilita un contrapeso y se erosiona el principio de legalidad.
La imposición de aranceles, según el diseño constitucional estadounidense, no es una facultad discrecional del presidente, pues establece que corresponde al Congreso regular el comercio con naciones extranjeras, por lo que cualquier intento del Ejecutivo de sustituir al Legislativo en esta materia, mediante órdenes ejecutivas o proclamaciones unilaterales, transgrede este principio fundacional y democrático del régimen político y pone en riesgo el equilibrio constitucional.
Alexander Hamilton, en sus ensayos 73 y 78 de los Documentos federalistas, defendió con lucidez el papel del Congreso como dique frente a los impulsos autocráticos del Ejecutivo, alertando sobre el riesgo de que el presidente reclamase para sí facultades legislativas, escudándose en la urgencia.
Hoy, la mayoría parlamentaria republicana le permitiría al mandatario aprobar una reforma arancelaria, pero el cabildeo de agricultores, consumidores e industriales afectados por los aranceles podría hacer cambiar esa correlación: se requiere de seis senadores en la Cámara Alta y de cuatro legisladores en la Cámara de Representantes.
No es una simple disputa entre partidos, sino la defensa de la arquitectura constitucional estadounidense y su régimen democrático.
Ante tal escenario, el Congreso de EE. UU. está en la disyuntiva histórica de reafirmar su papel como legislador soberano en materia comercial e impositiva o resignarse a ser espectador pasivo de las decisiones presidenciales que trastocan la relación de su país con el mundo y que evocan errores del pasado, vistos por algunos como éxito, desde su privilegio.
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