En el presente sexenio, el tema del presidencialismo mexicano ha cobrado especial revuelo, debido a la innegable popularidad y legitimidad de que goza el actual primer mandatario de la República y a su estilo personal de gobernar, identificado, tanto por simpatizantes como por detractores, como un tipo de presidencialismo fuerte.
El régimen presidencialista de nuestro país es producto de las guerras intestinas entre liberales y conservadores que tuvieron lugar durante el siglo XIX; de la forma absolutista de ejercer el poder durante el porfiriato y, finalmente, del movimiento armado de 1910. Su establecimiento obedeció a la necesidad —como apuntó el doctor Arnaldo Córdova— de institucionalizar el poder político que emanó de ese último movimiento.
La necesidad de un gobierno fuerte en México era una tradición que venía desde el siglo XIX. Recuérdese que el de Benito Juárez fue el primer régimen presidencialista en nuestro país, y que gracias a su establecimiento y al del sistema político que con él surgió, se detuvo en primer lugar el proceso de integración que experimentó México a partir de su independencia y, en segundo, el país pudo aprovechar las escasas posibilidades que ofrecía el mundo para desarrollarse, pero a costa de hacer a un lado los preceptos democráticos.
El derrocamiento del Gobierno maderista dejó varias lecciones a los revolucionarios sobrevivientes. Una de ellas fue que mantenerse en el poder requería (otra vez) de un gobierno fuerte. Esa tendencia se corrobora en el Congreso Constituyente de 1916-1917 y, concretamente, en el proyecto del jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza. Ahí comenzó a fraguarse la proclividad a un régimen presidencial fuerte, capaz de compensar las desventajas estructurales y sociales de la política mexicana de aquel entonces.
De este modo se introdujeron facultades constitucionales que dotaron al titular del Ejecutivo federal de un amplio número de atribuciones, que fueron aumentando en sucesivas reformas y adiciones a la Carta Magna.
Agréguese a lo anterior que en la plenitud del presidencialismo mexicano, en el segundo tercio del siglo XX, el cenit de la autoridad presidencial adquirió una supremacía nacional, como resultado de las atribuciones que tenía en materia educativa, sanitaria, agraria, laboral, ambiental, energética, hidráulica, habitacional, alimentaria, asistencial, forestal, minera, comercial, financiera, electoral, administrativa y política.
El conjunto de todas estas atribuciones convirtió al presidente en la figura central y axial del sistema político mexicano. A la par, también podemos encontrar otros mecanismos de apoyo que posibilitaron un crecimiento hipertrófico más allá de lo establecido por la norma, y los que Jorge Carpizo denominó como facultades metaconstitucionales.
Asimismo, Daniel Cosío Villegas acuñó la frase “el estilo personal de gobernar”, que se volvió una expresión clásica para sintetizar la manera en que los presidentes de la República ejercían su poder en los tiempos de la presidencia imperial y del partido prácticamente único, sistema que después se convirtió en uno de partido hegemónico pragmático o partido dominante.
A pesar de que el presidencialismo mexicano ya no es lo que fue, sobre todo a partir del año 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados y, tres años después, la Presidencia, muchas personas seguimos recurriendo a la expresión de Cosío Villegas para resaltar las cualidades personales exclusivas de un mandatario al tomar decisiones y dirigir el Gobierno.
A Ernesto Zedillo se le recuerda como el presidente de la “sana distancia”, tanto respecto a su partido como al resto de los poderes constitucionales. A Vicente Fox, como el presidente del “gabinete Montessori”, por la libertad y displicencia con que muchos de sus secretarios tomaban decisiones.
Felipe Calderón fue calificado por algunos de sus propios colaboradores como “el presidente de la mecha corta”, dado el carácter impulsivo con que tomaba decisiones importantes. En tanto que el estilo de Enrique Peña Nieto fue más festivo y relajado, incluso podría decirse que desbocado, lo mismo en sus alcances que en sus relaciones con el resto de los Poderes, incluidos los Ejecutivos estatales.
Respecto al estilo personal de gobernar del presidente López Obrador, he escuchado todo tipo de adjetivos y epítetos. Por el lado de sus detractores, van desde “autoritario” hasta “destructor”, mientras que por parte de quienes apoyamos sus políticas, desde “presidente de los pobres” hasta “presidente de la Transformación”.
Como muchos líderes de masas forjados en la lucha social, en la plaza pública y al margen de los cánones de la política tradicional, el presidente AMLO ha tenido expresiones que pudieran parecer políticamente incorrectas, pero que son popularmente acertadas. Esta reivindicación presidencial no es una causa personal ni personalizada: tiene motivaciones que nacen y se recrean en el imaginario colectivo y en el sentimiento general de la población.
La exhibición de los sueldos y privilegios en el Poder Judicial; de algunas y algunos comunicadores; de los negocios al amparo del poder de diversos integrantes de la llamada “clase política”; la alianza oligárquica entre el poder económico y el poder político, y los ingresos de la burocracia dorada de quienes conforman los órganos autónomos podrá ser políticamente incorrecta, pero popularmente aceptada, convalidada y aplaudida.
En suma, este “estilo personal de gobernar” no tiene nada de personal; es más bien un estilo popular, social y cultural.
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