Dentro de dos semanas concluirán las campañas de los comicios más grandes en la historia de México, con más de 20 mil cargos de elección en disputa y más de 70 mil aspirantes contendiendo.
El aspecto negativo ha sido la violencia que terminó con la vida de varias personas aspirantes, una estadística lamentable que expone la vulnerabilidad de nuestra democracia, tanto por esas víctimas como por todas y todos los mexicanos ejecutados o desaparecidos.
A pesar de ello, las elecciones se efectuarán en tiempo y forma, y esto nos recuerda que los grandes problemas nacionales, como la desigualdad, el bajo crecimiento económico y el rezago educativo pospandemia —entre los principales—, pasan antes por la solución pacífica en las urnas.
Es preciso, sin embargo, cuidar que la violencia no se desborde en el último tramo de este proceso. Y aunque la primera línea de contención la integran las autoridades electorales y los cuerpos de seguridad, también compete a los actores políticos que participamos en la contienda. Allí es evidente una falta de compromiso.
Por un lado, uno de los resortes emocionales en una elección, la exacerbación del miedo, fue elegido por el frente opositor como base de su estrategia de campaña y de comunicación política. Y para ello hizo del tema de la inseguridad su principal bandera, con la cual pretende mover a seguidores y simpatizantes. El problema existe, es innegable, pero convertirlo en estandarte de campaña hace que se partidice tanto el diagnóstico como la posible solución.
El miedo o la inseguridad utilizados como estrategia en las campañas políticas no es un fenómeno nuevo. A menudo, políticos y partidos han intentado sacar provecho de las ansiedades y preocupaciones del electorado, destacando amenazas o peligros potenciales, ya sean reales o percibidos, y posicionándose como la solución a tales problemas.
Algunos de los ejemplos más comunes de tácticas de campaña basadas en el miedo incluyen presentar a los oponentes o adversarios políticos como indolentes y tersos con el crimen y la delincuencia organizada o incapaces de mantener segura a la población, al tiempo que se lanzan promesas de campaña relacionadas con el endurecimiento de las penas, la aplicación de leyes más severas y medidas de seguridad más estrictas.
Lo anterior se ha llevado al extremo de que aspirantes a un cargo de elección popular utilizan como estrategia el argumento de ser víctimas de un atentado a su integridad personal o a su vida, no solo para denunciar o responsabilizar a sus opositores o al gobierno de signo contrario, sino para despertar sentimientos de empatía entre el universo de votantes y, si es posible, subir en las preferencias electorales.
En las campañas políticas también se suele promover el miedo a la inestabilidad económica, generando preocupación entre el electorado por la pérdida de empleos, la recesión o las dificultades financieras, afirmando al mismo tiempo que sus políticas económicas brindarán estabilidad y prosperidad.
El miedo al cambio o la pérdida del statu quo son factores igualmente socorridos que se relacionan con cambios sociales o culturales y se utilizan como amenazas al orden establecido. Quienes así lo promueven se presentan como preservadores de normas y estilos de vida tradicionales.
En el caso mexicano, por ejemplo, grupos reaccionarios han promovido ese tipo de temores, asociando posibles amenazas económicas y culturales con la supuesta venezolización de nuestro país.
El miedo a los forasteros o “los otros”, es decir la xenofobia o —la otra cara de la moneda— alguna especie de chovinismo, aparecen de continuo durante los procesos electorales, para avivar el temor a inmigrantes, minorías o influencias extranjeras, presentándose ciertos candidatos como defensores de ciertos valores o una manipulada identidad nacional.
El miedo a las amenazas externas ha sido también un recurso clásico en el discurso político de las potencias militares. En este caso, por ejemplo, se enfatizan los posibles conflictos bélicos, las amenazas terroristas o riesgos propiciados por adversarios extranjeros, además de que se asocian los nacionalismos con las necesidades en materia de defensa y seguridad.
Si bien algunas teorías de comunicación sostienen que el miedo puede ser un motivador eficaz para algunos votantes, el uso excesivo o poco ético de tácticas de alarmismo ha sido ampliamente criticado por divisivo, manipulador y potencialmente dañino para el discurso democrático. Por otro lado, el discurso del miedo puede generar desconfianza, polarización y un clima de ansiedad perpetua, evitando el diálogo constructivo y la resolución de problemas.
En la estrategia de campaña, ese discurso no se limita a una ideología política o partido en particular: ha sido empleado por aspirantes de todo el espectro político, aunque, a menudo, apuntando a diferentes miedos o preocupaciones, según su público objetivo.
La politización del miedo o de la inseguridad es una ruta segura para no encontrar una solución al problema, así como una de las formas para retroalimentar ese cáncer social. De pronto, en los últimos días, varias personas candidatas del frente opositor en diversos Estados del país, como Puebla, Quintana Roo, Veracruz, Tamaulipas, Nayarit y la CDMX, han denunciado actos intimidatorios, amenazas y atentados a sus personas, familiares o colaboradores.
Hay que tratar estas denuncias con profesionalismo y eficiencia, con la asepsia de las disciplinas policiacas y la protección civil, lo que implica distinguir el trigo de la cizaña, la verdad de la mentira y la prevención de la manipulación.
Pero usar un atentado para victimizarse y obtener un beneficio político-electoral, casi siempre termina revirtiéndose.
En sus memorias, el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan narra cómo el 30 de marzo de 1981 enfrentó el atentado en su contra, cuando John Hinckley Jr. lo hiriera de bala: “haber sobrevivido a este evento me permitió recuperar involuntariamente la popularidad que había perdido en mis primeros 70 días de gobierno. Mis asesores, preocupados por esa pérdida, me recomendaban dos cosas: anunciar una baja de impuestos o declarar la guerra a un país pequeño. Cuando salí del hospital les dije, tengo una tercera vía: sufrir un atentado y vivir para contarlo”.
En este final de campañas electorales podríamos estar viendo muchas de estas malas y trasnochadas copias reaganeanas.
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