En la era de la globalización, la imposición de esquemas políticos y económicos de carácter neoliberal respecto de proyectos a mediano y largo plazos fueron una constante a finales del siglo pasado. La apertura de los mercados en todo el mundo no fue un hecho aislado, tuvo como telón de fondo la necesidad de brindarle al capital más oportunidades para su expansión y, con ello, generar una mayor acumulación. No obstante, el enriquecimiento de las élites económicas no significó en forma alguna la mejora en las condiciones de vida de las anchas bases sociales de las naciones.
Se volvió una constante que los gobiernos de diversos países debieran planear y ejecutar políticas de Estado direccionadas a garantizar la “seguridad” de las inversiones que llegaran a sus territorios.
En el caso de México, lo anterior se tradujo en una constante pauperización de la vida de la población, pues entre las exigencias de los organismos internacionales encargados de evaluar el desempeño económico de los países se encontraban la reducción del gasto público, la disminución intencionada de los salarios en términos reales, el control inflacionario y otra serie de medidas que, ejecutadas al pie de la letra, asegurarían una buena calificación crediticia para el acceso a futuros empréstitos internacionales y a la inversión privada extranjera.
Los gobiernos tecnócratas que se sucedieron uno tras otro durante más de treinta años en nuestro país fueron adeptos de esta doctrina y, por mucho tiempo, el carácter de sus políticas económicas fue en sentido contrario al bienestar popular, y sólo benefició a una cúpula del poder político y económico, condenando con ello a la sociedad mexicana a ver cada vez más lejos la posibilidad de consolidar un auténtico sistema democrático.
Como es evidente, los pendientes en materia democrática quedaron rezagados en la etapa neoliberal, produciendo con ello más generaciones de mexicanas y mexicanos destinadas a la marginación y el atraso.
En contraste, el gobierno elegido por un abrumador apoyo en las urnas en diciembre de 2018 tiene carácter popular y prioriza la satisfacción de las necesidades de todos los sectores sociales y no sólo las de unos cuantos; sin embargo, procurar el bienestar de la población más vulnerable es una de las máximas que dirigen los propósitos y acciones de la 4T: el manejo de la actual crisis sanitaria da cuenta de ello.
En la actualidad, existen otros gobiernos en el mundo que también han abrazado el espíritu de una auténtica representación popular como su motivación primordial en la toma de decisiones.
Así, por ejemplo, el primer ministro de la India, Narendra Modi, es uno de los líderes más connotados a nivel internacional, aunque también uno de los más cuestionados y criticados. Su ferviente nacionalismo y el carácter popular de su gobierno iniciado el 26 de mayo de 2014 lo han vuelto una de las figuras políticas que más han acaparado reflectores en los últimos años; es conocida la firmeza de sus decisiones y no son pocos los resultados positivos de su administración.
Uno de sus más grandes logros se dio a pocos años de haber iniciado su gobierno. En 2014, el 19 por ciento de la población india vivía en situación de pobreza extrema (sobreviviendo con un 1.90 dólares al día); para el 2020, ese número se había reducido al 10 por ciento, y se espera que para el 2030 llegue al 1 por ciento.
De manera paralela, el sector de la clase media se ha extendido durante la administración Modi: del millón de habitantes que reportaron contar con un patrimonio de 1 millón de dólares, el 20 por ciento lo ha conseguido durante este gobierno.
Para entender parte del éxito de la administración de Modi en lo tocante al combate a la pobreza, hay que echar un vistazo a los planes de desarrollo, que contemplan grandes inversiones con participación pública y privada en tecnología y telecomunicaciones, así como en obras de infraestructura, como la construcción de presas, carreteras, puertos, ferrocarriles o aeropuertos. Aunado a ello, se implementó una estrategia de apoyos económicos directos y campañas alimenticias, dirigidos a la población india en situación de pobreza extrema.
Entre los programas más exitosos de ese gobierno se encuentran el aumento del salario mínimo, becas para jóvenes estudiantes y microfinanciamientos para mujeres jefas de familia, que son parte de una estrategia que ha sabido combinar la política económica de crecimiento con una política social de desarrollo de capacidades educativas, productivas y financieras, que pone el acento en el autoempleo.
El primer ministro indio, al igual que el titular del Ejecutivo federal en nuestro país, ha insistido ante la ONU en la necesidad de distribuir equitativamente las vacunas para atender la pandemia de COVID-19, tanto por razones de justicia social como por razones estratégicas de carácter sanitario a escala global.
En coincidencia también, encontramos que ambos mandatarios gozan de un alto índice de aprobación ciudadana: un 75 y un 60 por ciento, respectivamente.
Aún existen en la actualidad personas patriotas y genuinamente preocupadas por la estabilidad de la población. Modi y el presidente AMLO son dos vivos ejemplos de ello. No es casualidad, por tanto, que ambos reciban fuertes críticas de los sectores que han visto comprometidos sus intereses por las decisiones de sendos gobiernos populares; tampoco es coincidencia que desde los medios de comunicación nacionales y extranjeros se les ataque tan sólo por anteponer los intereses generales a las necesidades de un puñado que buscar retener sus privilegios.
Paradójicamente, pese a las campañas de desprestigio y a las críticas que se han montado en contra de estos dos jefes de gobierno, ambos cuentan con un duro blindaje basado en el apoyo popular, el cual sostiene, de manera legítima, sus decisiones y acciones. Incidir negativamente en esa percepción ciudadana no es tarea fácil para nadie. La legitimidad popular está reservada para las y los auténticos patriotas.
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