Antes de leer de corrido, Roberto Sosa ya pisaba un escenario. Tenía seis o siete años cuando cruzó, enfundado en una botarga, la Carpa Geodésica donde se montaba «Del centro de la Tierra a la Luna».

Lo habían llevado sus padres, Evangelina Martínez y Roberto Sosa Rodríguez, ambos actores, y él sólo quería jugar. Ese primer impulso lúdico se convirtió en rutina: acompañaba a su madre a clases de zarzuela, aprendía desde el rincón mientras ella ensayaba y, poco a poco, actuar se volvió natural, como ir a la escuela o salir a la calle.

Roberto Sosa es uno de los actores más solventes de su generación, con una sólida carrera de 48 años en teatro, televisión y cine. Sus trabajos le han valido importantes premios, como el Hugo de Plata al Mejor actor en el Festival Internacional de Cine de Chicago por Lolo» (1993), o el Ariel al Mejor actor de Cuadro por «De muerte natural» (1996), lo que ha convertido su nombre en sinónimo de calidad y una carta de presentación ante una industria del entretenimiento cada vez más global.

“Me decía mi tío Héctor Bonilla que había actores desechables, que funcionaban para un proyecto o dos y después se olvidaban. Creo que eso es lo que te da la popularidad, que es efímera”, dice, consciente del reto que representa su carrera.

“Por eso, para mí, siempre ha sido más importante el prestigio. Recuerdo que en los 80 y 90, si estabas en la televisión, te reconocían en la calle, pero si dejabas de estar al aire, se olvidaban de ti. Por eso creo más en el prestigio: porque dura más. El público no es tonto y reconoce cuando hay talento y trabajo, pero también se logra con los años, el esmero, el compromiso, el construir una carrera a través de personajes que digan algo”, reflexiona.

Esta mentalidad lo ha llevado a colaborar con importantes directores como Felipe Cazals, Benjamín Cann, Sebastián del Amo, Rodrigo Prieto, Fernando Sariñana y Arturo Ripstein. A nivel internacional ha trabajado con Oliver Stone, Paul Leduc, John Sayles y Tony Scott.

Conquistar Hollywood nunca fue su objetivo. “Para mí, esta idea de que irte a Hollywood es triunfar me parece una imposición del star system. Yo creo que triunfas en la medida en que estás satisfecho con lo que haces. Y aquí, en México, hay muchas historias que contar, muchas cosas que decir”, considera.

“Ojalá se hiciera mucho más cine, pero no tengo queja: he trabajado en más de 115 películas, entre ellas algunas estadounidenses, con Denzel Washington, con Mel Gibson… En fin. Pero también me gustaría filmar en Francia, Polonia, Uruguay, en cualquier lugar, porque todo está más globalizado ahora, sobre todo con las plataformas. Estoy muy a gusto donde estoy y estaré a gusto donde me toque estar”.

Una vocación, no un privilegio
Aunque en algún momento pensó en estudiar arquitectura o historia, la actuación lo eligió desde temprano. “Yo no decidí dedicarme a esto. Creo que la vida decidió por mí, porque empecé a los ocho años.

“A esa edad uno no es muy consciente de las decisiones que toma; lo haces más por juego, por diversión. Cuando ya vino la posibilidad de decidir, en la adolescencia, yo ya llevaba casi 10 años trabajando”.

También recuerda con claridad lo que aprendió al lado de su padre, quien daba clases de teatro en zonas marginadas. Ahí, Roberto vio cómo el arte transformaba a los jóvenes.

“Claro que influye la familia, pero no es determinante. Mis hermanas y primos nacieron en el mismo ambiente y no se dedican a esto. Entonces también tiene que ver con el gusto personal, con el deseo.”

Por eso, aunque ha tenido continuidad, sabe que el oficio no es para cualquiera que lo desee.

“No recomiendo esta carrera a quien no sepa lidiar con la frustración o la incertidumbre”, advierte. “Ni el talento, ni el apellido, ni la preparación garantizan un proyecto”.

Él se considera afortunado por haber podido equilibrar teatro, cine y televisión. Y, aunque al inicio lo reconocían como “El chavo de la cicatriz” o por sus papeles de chavo banda, hoy el público lo llama por su nombre, lo cual agradece.

“Que mi trabajo le provoque algo a la gente y me lo diga cuando voy por la calle, eso para mí es más importante que hacerse de un nombre”, comenta.

La escena sigue
Sosa ha interpretado personajes emblemáticos como Agustín Lara o Juan Orol, pero asegura que el papel que lo consagre como actor todavía no ha llegado.

Lejos de frustrarse, lo toma como señal de que aún tiene mucho que ofrecer. Actualmente actúa en la obra «Por la punta de la nariz», en el Nuevo Teatro Varsovia.

En la puesta da vida a un político que, tras ganar la presidencia, descubre que no puede mentir.

“Los personajes se van enriqueciendo con cada función. En el teatro, si uno los mantiene como un desafío, van creciendo”, dice.

“Claro que hay unos que cuestan más trabajo: porque no hay química con el director, porque son en otro idioma… Yo he procurado que cada papel represente un reto, porque los actores, de pronto, somos flojos; nos gusta quedarnos en lo conocido y empezamos a repetirnos. Entonces, ya no ves un personaje, sino al actor. Y ahí todo pierde sentido”.

Sosa acaba de cumplir 55 años y siente que está entrando a una etapa donde empiezan a llegar personajes más complejos. En su juventud interpretó a un joven de la calle, y el año pasado fue el padre Rentería en Pedro Páramo, un hombre que tenía en sus manos la capacidad de perdonar… o no.

“Con la madurez y los años que tengo, estoy seguro de que vendrán papeles bien bellos. No diría que mi carrera toma un segundo aire, porque en esta profesión uno está empezando todo el tiempo. Me siento agradecido, me buscan, me llaman para proyectos bonitos. Solo me queda seguir siendo responsable con mi trabajo, conmigo mismo, con el público y con esta profesión… que me eligió a mí”.

Con información de El Universal Online