Por: Ricardo Monreal Avila
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La democracia es un sistema político que pisó con fuerza en occidente en el ocaso del siglo XVIII.
Su surgimiento conllevó un cambio paradigmático de organización política que delinearía el funcionamiento y la estructuración de los Estados-nación modernos.
Estados Unidos, en 1776, y Francia, en 1789, darían a luz documentos fundacionales, cuya relevancia y trascendencia aún siguen haciendo eco en muchas naciones; los modelos de la filosofía política propios de la Ilustración dejaron una impronta imborrable en el nacimiento de los distintos sistemas democráticos que perviven en los albores del siglo XXI.
No obstante, en sentido estricto, las democracias existentes en nuestro mundo son perfectibles, al encontrarse envueltas en algunas contradicciones y teniendo como fundamento la ilusión de una igualdad formal que se basa en aspectos jurídicos, pero que deja de lado la singularidad de las condiciones socioeconómicas y culturales de las personas, dando como resultado escenarios de desigualdad.
De esta manera, según algunas visiones de izquierda, el sistema democrático se constituiría como aquél que le permite a las élites dominantes imponer la voluntad de sus intereses, dando una falsa esperanza de participación a quienes se ubican en las bases de las pirámides sociales —la gran mayoría— y permitiendo con ello su sumisión y aceptación de las condiciones sociales a las que se les ha relegado, para la supervivencia del sistema económico capitalista, el cual, de manera inmanente, se sostiene sobre el sistema democrático para garantizar su supervivencia.
Norberto Bobbio, un clásico de la teoría política, aseveró que la democracia perfecta no puede existir y que de hecho no ha existido nunca; no obstante, como un tipo ideal —entendido a la manera weberiana— nos permitiría acercarnos a la realidad y observar el distanciamiento entre lo que es y lo que debería ser.
Incluso este posicionamiento nos permitiría establecer comparativos entre una y otra democracias, para conocer los avances o los retrocesos que pudieran experimentarse al interior de los países que han abrazado esta forma de gobierno. En el derecho comparado, por ejemplo, se practica este tipo de acercamiento, para establecer los alcances o la funcionalidad de tal o cual reingeniería o modificación del sistema normativo, con base en la experiencia de terceros.
El máximo representante o defensor del sistema democrático de la región y del globo es Estados Unidos, país que adoptó ese rol —sin soslayar los grandes intereses económicos, las posibilidades de expansión de su mercado y su dominio indiscutible en el orbe— al término de la Segunda Guerra Mundial, y que cobró mayor fuerza al derrumbarse el Muro de Berlín y extinguirse su principal opositor: la Unión Soviética, en la parte final del siglo XX.
Con el argumento de defender la democracia, la Unión Americana se ha permitido y aun justificado la irrupción a la soberanía de otros países, y sin embargo hoy está enfrentando una de sus crisis políticas más agudas (quizá la más grave desde el escándalo Watergate, que culminó de manera abrupta con la presidencia de Richard Nixon), que proviene de su reciente proceso electoral, cuyos resultados dieron por vencedor a quien será el próximo mandatario, el demócrata Joe Biden.
La derrota en las urnas que experimentó el todavía presidente Donald Trump no sólo significa el abrupto cambio de la política interna y externa del vecino país del norte, sino que además implica la salida del poder de un grupo republicano que radicalizó sus posturas.
En días pasados, un grupo de simpatizantes del actual gobierno estadounidense irrumpió en el Capitolio, sede de las Cámaras legislativas, para tratar de impedir que fuera declarada válida la elección presidencial pasada, lo cual puso en evidencia la crisis de ese sistema democrático, el cual se tendría que repensar y ser renovado, si es que quiere sobrevivir a los cambios que este siglo XXI está exigiendo a las sociedades contemporáneas.
Tras la toma del Capitolio, fue posible advertir que el sistema electoral estadounidense está sufriendo las consecuencias de la disociación entre la democracia directa y la democracia delegada.
Esta última, aunque utilizada durante largo tiempo, ha demostrado ser incapaz de procesar elecciones con resultados muy estrechos, que no proporcionan certeza al electorado y que no dan garantías para erradicar las irregularidades.
En su momento, quienes no obtuvieron la victoria aceptaron los resultados desfavorables, a pesar de las inconsistencias del sistema electoral estadounidense, tales fueron los casos de Hillary Clinton y Al Gore, por ejemplo, algo que quizá en otro país hubiera propiciado protestas masivas.
Por otro lado, Estados Unidos enfrenta una serie de cambios en la geopolítica internacional que lo ubican en una situación complicada, pues su hegemonía como potencia global no sólo ha sido desafiada, sino que está siendo comprometida.
El surgimiento de nuevas potencias comerciales y militares ha hecho mella en los intereses estadounidenses, lo que explica la agresividad de la política exterior del todavía inquilino de la Casa Blanca y de los grupos que se han sumado a esa radicalidad.
¿Estamos en presencia de una crisis del sistema democrático de nuestro vecino del norte? Parece evidente, aunque de forma y no de fondo. Estados Unidos va a reponerse del asalto al Capitolio; superará, como muchos países lo están haciendo, el añejo darwinismo social, y deberá procesar sus conflictos internos de manera más democrática.
Lo cierto es que saltan a la vista pendientes urgentes, como el de la depuración de su sistema electoral, ya que, como abierto defensor de la democracia, está obligado histórica y moralmente a dar certidumbre e institucionalidad a sus propios comicios.
Por otro lado, retomando la funcionalidad del método comparado, no estaría mal que voltearan a ver a México para analizar el devenir de las protestas sociales, con posterioridad al fraude electoral de 2006, cuando el ahora presidente del país dio muestras de civilidad y de vocación democrática, para sortear una inminente crisis política.