En el siglo pasado, México fue uno de los países de América Latina que vivió un régimen autoritario -de partido hegemónico pragmático, en términos del politólogo Giovanni Sartori-, lo que le dio al Estado mexicano un carácter peculiar, no del todo comparable con las dictaduras latinoamericanas que se alzaron en diversos países del cono sur.
Recuérdese que en la misma época en que el presidente de México entre 1970 y 1976 abría las puertas del territorio nacional para recibir a las personas perseguidas por los gobiernos dictatoriales en Centroamérica y Sudamérica, aquí mismo quienes se oponían al régimen eran sistemáticamente víctimas de acoso, desaparición o asesinato, bajo el patrocinio de instituciones del Estado.
La denominada guerra sucia es una ignominia que no se puede olvidar y que, por el contrario, debe obligarnos a recordar el largo camino de sangre por el que ha transitado la sociedad mexicana para arribar a un Estado democrático.
A diferencia de las dictaduras militares que se erigieron en América Latina desde la década de los años cuarenta del siglo pasado, la cúpula política que creía representar los propósitos e ideales de la Revolución mexicana había decidido cerrarle definitivamente el paso a los caudillismos militares que, irónicamente, habían encauzado el caos provocado por el conflicto armado y que, en buena medida, contribuyeron a la organización y el encumbramiento del instituto político que detentaría el poder político y administrativo del país.
Lamentablemente, en México la violencia política estuvo patrocinada por el propio Estado, que mantuvo el poder engrasando con favores, prebendas, cargos o emolumentos la maquinaria político-corporativa, la cual promovía la creación de organizaciones obreras y campesinas, cuyos liderazgos se alineaban y pactaban con la cúpula partidista para promover intereses comunes, asegurando bases populares para el régimen, mientras que los líderes se enraizaban en las dirigencias sindicales, permitiendo su enriquecimiento desmedido.
Cuando un líder social denunciaba la cooptación política y los abusos, o protestaba y llamaba a la lucha contra los intereses del poder, sufría persecución, amenazas y, en casos extremos, incluso la desaparición o muerte.
La apertura democrática en México involucró la lucha de prácticamente un siglo entero. En lo institucional, la reforma política de 1977 constituyó un gran paso para que el día de hoy nuestro país disfrute de un sistema político plural, aunque aún tiene que afirmarse; no obstante, a pesar de lo significativa que fue aquella reforma político-electoral, no muchos años después los herederos del Frente Democrático Nacional presenciaron cómo alrededor de 600 de sus militantes fueron ultimados en diversos hechos, sin que hubiera esclarecimiento o justicia para ellos o sus familias.
Tampoco se puede olvidar el asesinato del entonces candidato del Revolucionario Institucional a la presidencia de la República, a quien se le privó de la vida el 23 de marzo de 1994 en la colonia Lomas Taurinas de la ciudad de Tijuana. Aquel evento dejó en claro que la violencia política tiene la capacidad de poner en jaque a todo un sistema democrático, sobre todo cuando éste se encuentra en proceso de construcción.
Después del periodo de la llamada alternancia la violencia política dejó de ser ejecutada, en su mayoría, por actores gubernamentales o por dependencias al servicio del Estado mexicano; no obstante, no se detuvo, sino que siguió otros derroteros y se afianzó con nuevos victimarios (en su mayoría, integrantes del crimen organizado). en México siguen teniendo lugar amenazas, intimidaciones, atentados, desapariciones forzadas y asesinatos de mujeres y hombres que contienden para obtener un puesto de elección popular.
No podemos soslayar de ninguna manera lo que está sucediendo en el tema electoral. El asesinato de cada candidata o candidato constituye la afrenta más grave para las víctimas y sus familias, y pone en riesgo a las instituciones y los principios más elementales de la democracia nacional.
El Estado mexicano es directamente responsable de evitar o, en su caso, perseguir, investigar y sancionar a las personas responsables, y proveer lo conducente para la reparación del daño sufrido por todas las víctimas directas e indirectas de la violencia política.
Por ello, el actual gobierno federal ha instalado una mesa de seguridad para aspirantes a puestos de elección popular, a fin de enfrentar tan lamentable lastre.
Aunque los asesinatos y atentados recientes han sido subestimados por algunos opositores políticos o agentes de gobiernos locales, se tiene que encarar la verdad: cada agresión en contra de un aspirante a un cargo de representación popular hace que nuestro sistema democrático se tambalee, por lo que el combate al crimen organizado y a las diferentes manifestaciones de violencia política es una de las metas más importantes de la 4T.
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