John Stuart Mill, uno de los clásicos liberales de la ciencia política y preminente promotor del utilitarismo, se pronunció profusamente respecto del papel que debían tener los Parlamentos, haciendo énfasis en la función de control que dichos órganos debían ejercer ante el creciente poder estatal y la eventual tiranía que podría practicar la burocracia.
Por ello, la función de control de los órganos de representación debía ser considerada como una de sus facultades fundamentales, en aras de vigilar la actuación y gestión del aparato estatal, e incluso de exponer o justificar los actos de gobierno.
Vale decir que el esquema bicameral del Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos constituye en sí mismo un mecanismo de control para moderar o atemperar la actuación de cualquiera de las Cámaras durante el proceso legislativo, ya que, con excepción de los proyectos que versen sobre empréstitos, contribuciones o impuestos, o sobre reclutamiento de tropas -los cuales se deben discutir primero en la Cámara de Diputados- la formación de las Leyes o los Decretos puede comenzar indistintamente en cualquiera de las dos Cámaras, por lo que, del mismo modo, de manera indiferenciada pueden fungir una y otra como Cámara de origen o Cámara revisora.
Teniendo en cuenta estas condiciones, el Congreso mexicano no debe constituir un lastre, un escollo para la modernidad, la gobernabilidad y la eficiencia administrativa. Esto último, tomando en consideración que el actual titular del Ejecutivo federal, el Lic. Andrés Manuel López Obrador, gozó, no solo de un abrumador apoyo electoral y de una ansiada legitimidad, sino que ahora mismo se mantiene en altos niveles de aceptación o popularidad. Por ello, ha sido de sumo interés para el presidente emprender una serie de reformas o programas técnicamente consistentes y en correspondencia con el interés general.
Aquí vale la pena detenerse para entender que el Congreso actual bien puede abonar al progreso o seguimiento de tales Iniciativas, apelando a la razón, a la información, a la especialización y a la profesionalización, simplemente porque le corresponden las facultades legales para ello.
Por otro lado, esa misma carencia de razón, información, especialización o profesionalización del Congreso fue el principal obstáculo para frenar la intentona de las pasadas administraciones para perpetrar una serie de reformas, planes o programas que lesionaron considerablemente el interés público o el interés nacional, como las reformas aprobadas durante la vigencia del llamado Pacto por México.
Todas estas prevenciones deben ser atendidas en el caso de la Reforma Electoral que está analizando el Senado, en su calidad de Cámara revisora.
La Cámara Alta no puede hacer las veces de ventanilla de trámite u Oficialía de Partes, porque estaría demeritando su atribución constitucional de Cámara revisora, y traicionando sus políticas internas de profesionalización y especialización, así como los avances en materia de Parlamento abierto.
Sobre todo, cuando de una simple lectura de la Minuta enviada por la Colegisladora se advierten tanto errores de ortografía y otras cuestiones de forma como contradicciones de fondo, desde el punto de vista de la técnica legislativa y de la correspondencia del contenido con lo preceptuado en nuestra Carta Magna.
Se debe puntualizar que la función de revisión de la Cámara de Senadores no implica detener, entorpecer o paralizar el proceso de aprobación de la reforma electoral en curso.
Por el contrario, significa pulir, complementar y perfeccionar su contenido, así como dotarlo de un carácter inclusivo, mediante la interacción con las diferentes fuerzas políticas y grupos de interés, haciéndolo congruente con el resto de la legislación en la materia, con el corpus legislativo mexicano con el cual se interrelaciona y, por supuesto, con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Es de resaltar que la parte nodal de la pretendida reforma electoral gira en torno del Instituto Nacional Electoral, una relativamente nueva autoridad electoral de carácter nacional, que vino a sustituir al extinto Instituto Federal Electoral, a partir de la reforma de 2014, mediante la cual, se redefinió al principal árbitro electoral a fin de homologar los estándares con los que se organizan los procesos electorales federales y locales para elevar los niveles de calidad en nuestra democracia electoral, mediante la coordinación con los organismos electorales locales para la organización de los comicios en las entidades federativas.
Entre los avances que plantea la iniciativa de reforma enviada por la Colegisladora se encuentra la pretensión de garantizar el derecho al voto de personas en prisión preventiva y personas con discapacidad que no puedan desplazarse a las urnas; la inclusión decisiva de las minorías en las fórmulas de representación; el voto electrónico que, por fin, tendría cabida para una auténtica modernización de la vida electoral de México, agilizando, por ejemplo, el trámite de los sufragios de mexicanos residentes en el extranjero; la disminución del carácter oneroso de la burocracia electoral y de los comicios; la prohibición de recursos públicos o privados que, de manera indebida e ilegal, utilizan políticos y gobernantes, alejándose de nuestro ideal, el principio de austeridad republicana en el rediseño institucional y del espíritu contenido en el artículo 134 de nuestra Carta Magna.
Está claro que el INE no desaparecerá, solo se transformará, para adaptarlo a los retos y cambios que la nueva realidad mexicana impone.
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