Cada doce años, las elecciones presidenciales de México y EUA coinciden, con diferencia de cuatro meses.
Esto sería un dato anecdótico, de no ser por el alto grado de integración que han alcanzado ambas economías, regiones fronterizas y hasta algunos núcleos familiares binacionales.
Estados Unidos es el principal destino de las y los migrantes mexicanos y México es el país que más estadounidenses están eligiendo para emigrar de manera permanente.
En este sentido, no debe sorprendernos que el factor México fuese un tema relevante en el actual proceso electoral de la Unión Americana; desafortunadamente, no por las razones de buena vecindad que a todas y todos nos gustaría, sino por motivos de estrategia electoral y propagandística que nos pintó como “amenaza” o “peligro”.
Ante ello, lo primero que hizo bien el Gobierno mexicano —tanto el anterior como el actual— fue renunciar a cualquier intención o propósito de “jugársela” o “quedar bien” con una u otro contendiente.
La mexicanísima cargada política es una tradición que tiene caducidad territorial, y ya ni aquí se ve bien.
Sería más útil tener claridad sobre los escenarios de políticas públicas que podrían impactar a nuestro país en caso de que ganase cada uno de los candidatos.
Por ejemplo y aunque ya se ve lejano, si la candidata Kamala Harris obtuviese la presidencia, debemos tener registrado que su prioridad hacia México sería el combate al narcotráfico y al fentanilo, el reordenamiento migratorio, el impulso a las energías limpias y la inspección laboral y sindical al amparo de la revisión del T-MEC en 2026. Recordemos que, como senadora demócrata, Harris votó en contra del Tratado, apoyando las demandas de las grandes centrales sindicales de su país.
Hay que tener igualmente presente que la candidata demócrata emana de una administración, en donde la inmigración y seguridad fronteriza constituyó un punto controvertido entre México y Estados Unidos; los desacuerdos sobre el manejo de los flujos migratorios en la frontera compartida y los debates sobre la efectividad y la ética de las políticas migratorias de ambos países fueron una constante.
El tema de la seguridad, concretamente, fue la principal fuente de las mayores tensiones bilaterales relacionadas con las estrategias para combatir el tráfico de drogas y el crimen organizado, aunque se dieron debates sobre la cooperación en materia de seguridad y el intercambio de información. Recuérdese en este punto la fricción y el acoso extra institucional con la DEA por el tema del fentanilo y el combate a los cárteles de las drogas.
Afortunadamente, tan espinoso asunto encontró cauces diplomáticos y de entendimiento bilateral.
En cuanto a la política energética, las preocupaciones de EE. UU. sobre la materia se centraron especialmente en las políticas de México relacionadas con las energías renovables y la inversión extranjera en el sector.
También se suscitaron algunas diferencias en los enfoques y compromisos para abordar el cambio climático y la protección ambiental.
Los temas de derechos humanos y libertad de prensa en México fueron objeto de críticas por parte de EE. UU., pero, del mismo modo, nuestras autoridades realizaron los señalamientos correspondientes relacionados con la interferencia en asuntos internos de cada país.
Por el contrario, si Donald Trump regresa a la Casa Blanca -como todo parece indicar- preparémonos para enfrentar presiones inusitadas (de corte paramilitar, incluso) para el desmantelamiento de los cárteles de la droga y contener la migración indocumentada, así como para recibir amenazas arancelarias y fiscales sobre nuestras exportaciones y remesas, una revisión proteccionista del T-MEC o peticiones para convertirnos en un “tercer país seguro” en materia de migración.
El “cooperas o cuello” será la divisa que se nos buscará imponer frente a China y el resto de los mercados con que México mantiene relaciones comerciales.
Debe considerarse que, como una prioridad clave durante la pasada administración de Donald Trump, se llevó a cabo la renegociación y modernización del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 2018.
El ex mandatario y ahora muy probablemente nuevo presidente estadounidense enfatizó el tema de la seguridad fronteriza, incluyendo la construcción de un muro en la frontera con México, y hubo tensiones y negociaciones en torno a la inmigración y el flujo de migrantes entre ambos países.
Sin embargo, la relación comercial y de inversiones entre las dos naciones fue una parte sustancial de la agenda bilateral, que abarcó temas como el superávit comercial de México.
La cooperación en materia de seguridad, incluyendo la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado, permaneció como un área clave, y temas relacionados con la energía, como las reformas en el sector energético de nuestro país y algunas cuestiones medioambientales bilaterales también formaron parte de la agenda.
Pero al margen de todo, después de esta elección debemos reposicionar el valor estratégico que México tiene para EE. UU., como vecino, socio y aliado.
A pesar de los puntos controversiales o de fricción, nuestros países mantienen un vínculo estrecho, complejo y multifacético, con muchas áreas de cooperación e intereses compartidos. Conviene conservar una relación y un trato respetuosos, de entendimiento bilateral y en un pie de igualdad.
No somos la amenaza ni el peligro que se dijo en esta campaña.
Somos oportunidad, palanca y soporte para que toda América del Norte se convierta en el mayor polo de desarrollo del planeta, sin ser entreguistas ni aislacionistas.
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