El ex presidente Ernesto Zedillo —quien reside en Estados Unidos desde que dejó el poder— estuvo en México para cuestionar la recientemente aprobada y promulgada reforma al Poder Judicial, manteniendo la sintonía y la misma línea de cuestionamiento de la mayor parte de quienes la rechazan, afirmando que busca destruir al Poder Judicial, para instaurar una tiranía; que su intención es simular una elección para, en el fondo, tratar de colocar a incondicionales en los puestos de quienes impartirán la justicia; que es producto de una venganza presidencial muy personal, y que resultará dañina para el crecimiento económico del país.
La importancia de ese posicionamiento no es el qué, sino quién lo dice.
Zedillo es el autor de la anterior reforma al Poder Judicial; a unos meses de haber asumido la Presidencia, promovió la reforma que instauró el Poder Judicial federal vigente y que duró la friolera de tres décadas.
Sus actuales señalamientos, sin embargo, no fueron para hacer un balance crítico de este periodo ni para plantear un nuevo modelo de impartición de justicia, sino para cuestionar una reforma que ya es mandato constitucional.
Esto último no es asunto menor, ya que sus críticas se dan en un contexto en el que, tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo, actuaron en respuesta al mandato popular depositado en las urnas el pasado 2 de junio. La principal fuerza política se condujo a la altura de las demandas ciudadanas.
La reforma constitucional al Poder Judicial fue producto de un proceso legislativo pulcro, que involucró a personas expertas y a diferentes grupos de gente interesada, observando cada uno de los extremos legales relacionados con el proceso.
Como nunca, la representación popular dio pie a la consolidación de la versión más acabada y enteramente democrática del llamado Constituyente Permanente, como se designa al órgano facultado constitucionalmente para reformar o adicionar la Carta Magna. Este se compone por ambas cámaras del Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos y por las legislaturas estatales o congresos locales.
Cabe añadir que, para que una reforma o adición a la Constitución tenga entera validez, debe ser aprobada por la mayoría calificada de las y los integrantes presentes en las Cámaras de Diputados y de Senadores, así como por la mitad más uno del total de las Legislaturas de las entidades federativas, lo cual, de hecho, ocurrió de manera indubitable.
Así, los señalamientos del ex presidente tricolor se inscribirían en un escenario en el que la soberanía popular se está ejerciendo efectivamente por la ciudadanía a través de sus legítimos representantes políticos, elegidos libre y democráticamente, actualizando con ello lo dispuesto por los artículos 39, 40 y 41 de nuestra Carta Magna.
Con tales comentarios, Zedillo no estaría atacando la conveniencia o la pureza técnica detrás de la reforma al Poder Judicial, sino la propia soberanía popular: el inalienable derecho del pueblo de alterar o modificar en todo tiempo la forma de su gobierno.
Se trata de una visión muy propia de la camarilla neoliberal que gobernó al país de espaldas al pueblo, satisfaciendo intereses particulares o de grupo y en clara contravención de los principios más elementales de la democracia.
Esto último constituía precisamente el entorno en el cual se desenvolvió la reforma planteada por el expresidente Zedillo, la cual estipuló el recorte del número de las y los Ministros de la Corte; la instauración de la carrera judicial; la dotación de un perfil de máximo tribunal constitucional a la Corte (con la introducción de figuras como la controversia constitucional y las acciones de inconstitucionalidad), y la instauración del Consejo de la Judicatura como tribunal de justicia y disciplina interna.
Todo ello, supuestamente, con el propósito de otorgar a las y los Jueces, Magistrados y Ministros la máxima autonomía e independencia de gestión respecto a los otros dos Poderes del Estado.
Sin embargo, la facultad de selección y nombramiento de los máximos representantes del Poder Judicial Federal quedó de manera mancomunada a cargo del Presidente de la República en turno y de la mayoría calificada de integrantes del Senado, lo que obligó a la búsqueda de acuerdo y negociación entre ambos Poderes.
La visión institucional de la reforma de 1995 fue esencialmente meritocrática y endógena, es decir, privilegió la carrera burocrática y dejó la vigilancia y evaluación en instancias internas (donde el juez o la jueza es, a su vez, parte), una visión muy en boga en aquellos años.
Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que los nuevos planteamientos y las nobles premisas implicadas en la reforma de 1995 se pusieran a prueba. Tanto el ominoso caso de la masacre de Acteal como la ignominia que significó la aprobación del Fobaproa fueron ejemplos paradigmáticos de la participación marginal o acaso servil del Poder Judicial Federal frente a los funestos abusos de Poder.
En tal orden de ideas, habría sido más importante, o hasta necesario, que el ex Presidente nos hubiese obsequiado un análisis razonablemente crítico, una especie de mea culpa, de cómo ese modelo de Poder Judicial contribuyó, en gran medida, a la pasividad o complicidad de las y los impartidores de justicia en casos emblemáticos de corrupción y a la crisis de justicia que hoy tenemos en el país.
Para darnos una idea del alarmante estado de cosas, hablamos de una tasa de impunidad del 94 por ciento; de un rezago judicial del 75 por ciento; de un 85 por ciento de personas privadas de la libertad no sentenciadas; de un promedio de siete años para dictar sentencias; de las y los Jueces más caros del mundo, y de un costo estimado de 7 mil pesos en asuntos administrativos para quienes deben acudir a Tribunales a obtener justicia; de 70 mil, en asuntos familiares, y de 700 mil, en asuntos penales, dependiendo el caso.
Es decir, el ex presidente vino a defender un modelo de justicia cara, mala y tardía, en el cual la autonomía judicial devino en aislamiento social; la independencia de gestión, en alejamiento ciudadano, y la división de poderes, en confrontación de actores.
Que la ciudadanía elija a sus juzgadores, así como ya lo hacen con sus legisladoras, legisladores y presidentes —y hoy, su presidenta—, lejos de ser una fuente de maldad o perversión política es una fuente de legitimidad, independencia y autonomía que actualmente no tiene ningún Juez, Magistrado o Ministro.
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