Por: Ricardo Monreal Avila
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA
La naturaleza de las redes sociales está imbricada en dos campos de estudio fundamentales: el primero, relacionado con la teoría de la opinión pública, y el segundo, con el axioma del derecho de libertad de expresión, como pilar de la democracia.
En repetidas ocasiones, en nuestra realidad inmediata hemos atestiguado cómo la manipulación de imágenes, la difusión masiva de historias falsas, calumnias o diatribas dirigidas en contra de personas o corporaciones logran hacer eco en redes sociales, afectando la reputación, la honra, la vida privada o los derechos a la imagen y al buen nombre de las y los involucrados.
Al mismo tiempo, la desinformación o la manipulación de los hechos o las percepciones de éstos a través de fenómenos digitales, como los ejércitos de bots, han conseguido trastocar los elementos esenciales de las nociones más generales de opinión pública.
En la Era de la Información, los medios de comunicación masiva convencionales han sido superados paulatinamente, en su papel de agentes privilegiados para la conformación, orientación, dirección o manipulación de los espacios de opinión pública. Del mismo modo, su rol como principales canales para garantizar el acceso a la información y la libre difusión de las ideas ha ido cediendo terreno a las redes sociales.
Las principales plataformas digitales, manejadoras de las redes sociales más importantes gozan del carácter de transterritorialidad, lo que no sólo las ubica en una dimensión distinta de la de los medios de comunicación tradicionales, sino que implica un reto jurídico para los diferentes gobiernos nacionales, en función de la necesidad de regular fenómenos de interés público, que redundan en consecuencias locales, pero que conllevan escenarios trasnacionales.
Así, el manejo discrecional de las redes sociales no sólo podría comprometer cuestiones relacionadas con la opinión pública y los derechos humanos (como el derecho a la verdad, a la no discriminación, a la libertad de expresión y a una vida libre de violencia, de acceso a la información, a la intimidad, a la honra, al buen nombre, etcétera), sino que también podrían verse involucradas materias relativas a la soberanía estatal.
Respecto a la opinión pública, David Hume sostenía que “El gobierno se basa únicamente en la opinión”, lo cual pone de relieve el papel trascendental de este concepto en la configuración y la legitimación de los Estados contemporáneos.
Esto es así porque la opinión pública consiste, esencialmente, en una herramienta que posibilita la organicidad y la cohesión de sociedades o grupos; un mecanismo que facilita las construcciones culturales de las que dependen la supervivencia de la comunidad y su capacidad de acción.
Como proceso o discurso racional, la opinión pública se enfoca principalmente en la participación política y en la libre exposición de las ideas u opiniones respecto de tópicos de interés general, pero también se centra en la demanda de que las y los gobernantes tomen en cuenta esas opiniones y en una preocupación no menor: que los procesos o los espacios de opinión pública puedan estar sujetos o ser manipulados por el gobierno o por el capital, a través de los medios de comunicación masiva y de las tecnologías de la información y de la comunicación.
Justamente esto último también es una preocupación del sistema de reconocimiento, protección y garantía de los derechos humanos, consagrado en el Art.1º. de nuestra Carta Magna, en tanto que la violación a los derechos y las libertades fundamentales de la ciudadanía antes señalados estaría supeditada a la discrecionalidad o los intereses de corporaciones trasnacionales, en el caso de las principales redes sociales.
Ahí tenemos el caso de la cancelación arbitraria de las cuentas del expresidente estadounidense Donald Trump, en un contexto de intenso debate público y político sin precedente, y en suelo mexicano, se da cuenta de la suspensión de tres cuentas de personas afines al gobierno del primer mandatario, por parte de Twitter, debido a una presunta manipulación de la plataforma.
A lo anterior habrá que sumar las fake news o las deepfakes, que abundan en las redes y que abonan a la desinformación.
Ante tales escenarios, ¿cómo evitar la manipulación, los actos arbitrarios o la discrecionalidad de las plataformas digitales manejadoras de las redes sociales, sobre todo en cuestiones que incidan en la violación al derecho a la protección de datos personales o en injerencias o ataques a la soberanía estatal?
Además, ¿cómo garantizar los derechos de acceso a la justicia, a un debido proceso, a las garantías de audiencia y de defensa, así como a los demás derechos humanos de las personas calumniadas, violentadas o señaladas dolosamente en alguna red social? No sobra decir que los diferentes ataques en esas plataformas pueden causar un daño irreparable en el desarrollo personal, profesional y hasta patrimonial de las víctimas.
En México existe un marco normativo exhaustivo para reconocer, respetar y garantizar la libertad de expresión, el derecho a la información y a la protección de datos personales, sin más restricciones que las establecidas previamente por la ley, cuyo fin único es asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y las libertades de las personas, y satisfacer las justas exigencias de la moral, la paz, la salud, el orden público y el bienestar general en una sociedad democrática, como lo ha sostenido la propia Corte Interamericana.
Sin embargo, si bien este marco normativo y regulatorio aplica efectivamente a los llamados medios tradicionales, como Prensa, Radio y Televisión, no acontece lo mismo en el caso de las redes sociales, las cuales permanecen en el “estado de naturaleza original” descrito por Juan Jacobo Rousseau en su teoría del “buen salvaje”.
La necesidad de regular las implicaciones nocivas de las redes sociales no representa en modo alguno un atentado a la libertad de expresión o al derecho de acceso a la información, mucho menos significa una limitación al debate o al libre intercambio de las ideas en la arena digital.
Muy por el contrario, lo que está en juego es la consolidación de un Estado de derecho efectivamente democrático, en el que se garanticen los derechos y las libertades de todas las personas, así como la plena configuración de los procesos y espacios de opinión pública, por ejemplo, mediante el establecimiento de una ombudsperson digital.