Las ciudades son cuerpos vivos, dinámicos, que se transforman por las necesidades, los deseos y valores de sus habitantes, como resultado de conflictos políticos, sociales y culturales de su sociedad. De ahí las diversas teorías sociológicas que pretenden equiparar los Estados nacionales con organismos biológicos.
Walter Benjamin hace un interesante señalamiento en su libro La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, cuando afirma que una antigua estatua de Venus en la cultura griega clásica era un objeto de adoración, en tanto que para los clérigos medievales representaba un ídolo maligno, pues su valoración estética, religiosa y política dependía de las relaciones tradicionales y los cultos o, en otras palabras, del momento histórico y las ideas predominantes.
En la vorágine de la historia se erigen y derrumban monumentos, según se mueve la balanza del poder. La fuerza simbólica de las efigies es tal que, desde tiempos de la Roma antigua, los rostros de deidades y emperadores se acuñaban en las monedas, como representación de su valía.
Algunos movimientos sociales en diversas partes del mundo fueron poniendo en cuestión el pasado, mediante ataques a monumentos que simbolizaban el legado de la esclavitud, el colonialismo o la dictadura: el de Theodore Roosevelt, en Nueva York; Cristóbal Colón, en Estados Unidos; Jean-Baptiste Colbert, en Francia; el rey belga Leopoldo II, en Bruselas; Robert E. Lee, de los confederados, en Virginia; el traficante de esclavos Edward Colston, en Bristol; o Sadam Huseín, en el centro de Bagdad.
Derribar monumentos que conmemoran a deidades o gobernantes del pasado se ha convertido en una manifestación directa de la dimensión histórica de las luchas del presente. La desgracia y las fuerzas de la destrucción raramente persisten; pasan y la humanidad edifica nuevamente sobre las ruinas, sobre los fragmentos de las efigies y templos.
En este tenor, David Blight, profesor de Historia en la Universidad de Yale y experto en la Guerra Civil, la reconstrucción y estudios afroamericanos, advierte: “puedes derribar todos los monumentos del mundo, pero eso no cambia necesariamente lo que ocurrió. Aún estamos obligados a aprender ese pasado”.
En la época colonial, por ejemplo, los centros de culto indígenas en México fueron destruidos para construir iglesias, como es el caso de la Catedral Metropolitana, levantada sobre los restos del Templo Mayor; así como del templo de Nuestra Señora de los Remedios, erigido en la cima de la gran pirámide de Cholula, efigie preeminente de lo que fuera la gran civilización cholulteca, establecida en lo que hoy es Puebla.
Asimismo, recientemente, sobre Paseo de la Reforma en la Ciudad de México se retiró la estatua de Cristóbal Colón, y el espacio fue intervenido por manifestantes feministas que lo rebautizaron como la Glorieta de las Mujeres que Luchan, en medio de polémicas sobre la obra que sustituirá al explorador europeo. Será el Comité de Monumentos y Obras Artísticas en Espacios Públicos de la Ciudad de México el organismo que determinará qué se colocará.
De este modo, se puede apreciar cómo cada vez con mayor frecuencia los monumentos impuestos por una estructura normativa o ideológica hegemónica son reemplazados por otros, cambios impulsados por la población, como en el caso de la estatua ecuestre de Hernán Cortés en el Hotel La Selva, de Cuernavaca, que fue sustituido por otra dedicada a Cuauhtémoc, último tlatoani de Tenochtitlán.
Con la develación y posterior derrumbe de la efigie del primer mandatario de nuestro país en Atlacomulco, Estado de México, queda claro que vivimos un momento histórico en el que el presidente es tan apreciado que se le rinde homenaje en vida; también, que persiste la resistencia al cambio.
Nicolás Maquiavelo afirma en su obra El príncipe:“…no existe nada de trato más difícil, de éxito más dudoso y de manejo más arriesgado que la introducción de nuevos ordenamientos desde el poder, porque el que introduce innovaciones tiene como enemigos a todos los que se beneficiaban del ordenamiento antiguo…”.
A inicios de septiembre de 2021, el propio presidente López Obrador aseguró que “ya no es tiempo de rendir culto a las personalidades”, y precisó: “no quiero que se use mi nombre para nombrar ninguna calle, no quiero estatuas, no quiero que usen mi nombre para nombrar una escuela, un hospital, nada absolutamente”.
24 años de conocer al presidente de México me permiten constatar que él se opone a los cultos a la personalidad y a la exaltación de personajes vivos. Considerando su filosofía y congruencia, el derribamiento del monumento no le molesta ni le sorprende, especialmente ahora que un partido de oposición regresa a gobernar ese municipio mexiquense.
Atlacomulco tiene en promedio 109,000 habitantes, de los cuales, aproximadamente el 10 por ciento están afiliados a un instituto político de oposición. Los resultados de los comicios en esa demarcación corroboran que las preferencias electorales han estado inclinadas hacia los candidatos del otrora partido oficial, el cual, según los registros del Instituto Electoral del Estado de México, desde la década de 1990 ha ganado allí los comicios con una holgada diferencia. No sorprende, entonces, que en ese sitio se den manifestaciones hostiles en contra de quien encabeza la Cuarta Transformación de la vida pública nacional.
Por otro lado, quizá lo mejor sería prescindir de este tipo de representaciones simbólicas, pues ya hemos visto que son susceptibles de caer, mas no así los ideales. Parafraseando a Friedrich Nietzsche: más duro que el bronce, durísimo es lo más noble.
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