La movilidad, la migración o el viaje son inherentes al desarrollo de toda persona. Por ello, entre menos restricciones imponga a estos fenómenos un país, tiene más opciones de avanzar y, por ende, de desarrollarse con mayor plenitud.
Los Estados modernos se han dado a la tarea de garantizar el libre tránsito de las y los gobernados, no sólo mediante la creación, el mantenimiento o acondicionamiento del transporte y la infraestructura correspondientes, sino también a través del aseguramiento de las vías generales de comunicación y la eliminación de obstáculos que impidan la consolidación de personas libres, con autonomía y plenitud.
Esto ha llevado a la formulación de ciertas teorías en las que la movilidad, la libre circulación, la conservación de los espacios y su expansión son cuestiones que atañen al tema de seguridad como una de las principales tareas del Estado.
La migración es consustancial al desarrollo y a la evolución de la humanidad. Así quedó demostrado por la historia y la ciencia, y lo asumieron las religiones monoteístas como un ejercicio estoico de valentía y dignidad, en busca de la tierra prometida.
Sin embargo, la migración asociada a la globalización económica neoliberal del último medio siglo tiene rasgos, resortes y motivaciones de otra índole: adopta la forma de una expulsión obligada y no de una voluntaria. Es una expoliación y no una redención; puede concluir en el exterminio en lugar de en un renacimiento.
La pobreza, la violencia, el cambio climático y las desigualdades de todo género son los modernos jinetes del apocalipsis que acicatean la diáspora migratoria contemporánea.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de la ONU explica el fenómeno migratorio como una categoría no necesariamente bien definida en el derecho internacional, pero que, por uso común, refiere a aquellas personas que se trasladan fuera de su lugar de residencia habitual, ya sea dentro de un país o a través de una frontera internacional, de manera temporal o permanente, y por diversas razones.
Asimismo, el término migrante comprende una serie de categorías jurídicas bien definidas, como la propia de las y los trabajadores migrantes, cuya forma particular de traslado está jurídicamente establecida. No obstante, existen rubros en los que se puede agrupar a personas cuya situación o medio de traslado no se encuentran expresamente definidos en el derecho internacional, como los estudiantes.
Según la estimación más reciente de la OIM, en 2020 había en el mundo aproximadamente 281 millones de migrantes internacionales, una cifra equivalente al 3.6 por ciento de la población mundial. China, India y México son los países que más personas migrantes han registrado en las últimas dos décadas.
Sin embargo, “globalmente, el número estimado de migrantes internacionales ha aumentado en las últimas cinco décadas. El total estimado de 281 millones de personas que vivían en un país distinto de su país natal en 2020 es superior en 128 millones a la cifra de 1990 y triplica con creces la de 1970”: esto comprende todo el periodo de la globalización neoliberal, que promueve, defiende y alienta el libre tránsito de bienes, servicios y capitales, pero que obstaculiza, persigue, obstruye y hasta criminaliza el libre tránsito de seres humanos.
México está en el epicentro de estos cambios migratorios. De ser un expulsor de trabajadores migrantes, en plena etapa del TLCAN, pasamos a tener también desplazamientos internos de connacionales (por la violencia y la sequía) y, recientemente, somos país de transmigrantes o migrantes en tránsito de Centro y Sudamérica, el Caribe y Asia.
Nuestra vecindad con el mayor país de destino de las diferentes oleadas migratorias internacionales nos empieza a pasar la factura de esta diáspora de viajeros. La reciente tragedia en la estación migratoria de Ciudad Juárez podría replicarse si no asumimos con seriedad, responsabilidad y transparencia nuestra condición de país de tránsito, pero también nuestro carácter de Estado moderno y comprometido con los derechos fundamentales de las personas, sean nacionales o no.
Cabe la congruencia con las teorías que ubican a la movilidad, la migración o el viaje como una precondición del desarrollo de las personas y de los propios Estados, por lo que no se deben cerrar las puertas a las y los transmigrantes, pero tampoco se les debe abandonar a su suerte una vez que ingresan o transitan por territorio nacional.
Existen protocolos, fondos, programas y experiencias internacionales que debemos aceptar y aplicar a la brevedad. De otra manera, la diáspora podría convertirse en una granada.
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