Por: Ricardo Monreal Avila
La organización política que actualmente se presenta en México emanó de los diversos procesos históricos que aquí han tenido lugar.
A partir de la consumación de la Independencia y de la aprobación del primer texto constitucional de carácter federal de 1824, las y los mexicanos reconocemos la existencia de tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, cada uno de los cuales cumple funciones específicas dentro del apartado gubernamental del Estado, aunque su actividad tiene repercusiones a lo largo y ancho de toda la esfera estatal.
No obstante el esquema de división de poderes, en nuestro sistema de gobierno hay una supremacía constitucional del Ejecutivo en relación con los otros dos poderes de la Unión (lo que lo convierte en el actor con mayor peso en nuestro país); ello lo podemos verificar aun en escenarios eminentemente legislativos, pues el Ejecutivo cuenta, por ejemplo, con la llamada Iniciativa Preferente, que lo faculta para superponer su agenda a la de los demás agentes que también poseen el derecho de Iniciativa.
Por otro lado, el titular del Ejecutivo tiene, asimismo, la facultad de proponer ante el Senado la terna de candidatos a Ministros y Ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, órgano máximo del Poder Judicial.
Debido a la supremacía constitucional con la que históricamente ha contado el Ejecutivo federal, en el pasado prácticamente toda la administración pública estuvo sujeta a las decisiones presidenciales.
Esta centralización del poder político se acrecentó considerablemente en el México posrevolucionario: durante aproximadamente seis décadas, el presidente de la República fue el indiscutible jerarca del sistema político nacional, mientras que las ramas legislativa y judicial fueron tan solo un par de extensiones de las decisiones de aquél.
Hacia finales del siglo pasado, con la entrada del neoliberalismo como eje de la política económica mexicana, comenzaron a darse cambios importantes relacionados con la excesiva centralización del poder en una sola persona.
La democratización de la vida pública del país exigió en buena medida la existencia de organismos públicos cuya estructuración y operación fueran, hasta cierto punto, independientes de las decisiones presidenciales.
Así, la autonomía se volvió el bastión, por antonomasia, para las nacientes instituciones que operarían, en teoría, con la libertad necesaria para acotar de mejor manera el poder del Ejecutivo federal.
Es así que en nuestro país existe una importante variedad de organismos constitucionales autónomos que, aunque son financiados con recursos públicos, su coordinación, organización y gestión está alejada del quehacer presidencial. Tal es el caso de Banxico, CNDH, INE, INEGI, COFECE, IFT, INAI, CONEVAL, CRE y la FGR, entre otros.
Los motivos que justifican la existencia de estos organismos están -como ya se mencionó- asociados con la intención de acotar el poder del Ejecutivo, profesionalizar los aspectos técnicos de la administración pública y, lo más sobresaliente, evitar que las políticas públicas ejecutadas por el Estado mexicano se vean influenciadas por otros esquemas políticos y económicos distintos de los establecidos por el neoliberalismo.
El problema más recurrente de estos organismos, como los hechos han demostrado, es que en su autonomía pervive una heteronomía. La actividad desempeñada por estos cuerpos del Estado mexicano puede estar subordinada a las disposiciones de los otros dos poderes de manera institucional, pero también -como frecuentemente sucede- a las presiones externas de grupos de poder económico o político que, favoreciendo intereses particulares, influyen directamente en las agendas y actividades de esos organismos. Sin duda, subyace una contradicción ontológica a la que se enfrentan de manera constante.
¿Cómo se expresa la dependencia de estos organismos hacia agentes externos? En el perfil que se busca para elegir a sus integrantes; los mecanismos utilizados para nombrar o remover a los mismos; la manera en que están orientadas sus decisiones y la evaluación de sus acciones; la forma en que se asignan los presupuestos y cómo se fiscalizan. Se trata, pues, de una plataforma que los grupos de poder y otros representantes de intereses particulares han aprovechado para beneficiarse, lo que debe llevarnos a cuestionar el modo en que se ha ejercido esa autonomía.
No se trata de pretender eliminar la existencia de estos organismos del Estado mexicano y centralizar nuevamente el poder, como antaño sucedía -cuestión que han sugerido los críticos del actual gobierno- sino de evaluar la pertinencia de los elevados presupuestos con que cuentan y los resultados directamente asociados a ellos.
El diferendo actual deviene del ajuste de los salarios. Funcionarios de esos organismos autónomos se niegan a reducirse los onerosos ingresos que perciben, al amparo de la autonomía, dejando de lado toda noción republicana.
La autonomía de estos organismos de Estado pasa por muchas otras variables y no únicamente por la defensa de altos salarios para sus directivos. Es falso que la reducción presupuestal trastoque en modo alguno la autonomía y la efectividad de las gestiones o actividades programadas en las agendas de las instituciones correspondientes.
Lamentablemente, la crisis de valores y la falta de ética en el servicio público en México sigue cobrando factura, como lo atestigua la férrea defensa de los privilegios de altos funcionarios de organismos autónomos de nuestro país.
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