Jesús te Ampare

La tragedia de nuestro tiempo no es solo la creciente violencia y la inseguridad que desangran al país, ni la polarización que fractura conversaciones, familias y conciencias.

La verdadera catástrofe —silenciosa, persistente y corrosiva— es la indiferencia, ese estado de ánimo de una persona que no siente atracción ni rechazo por ninguna de las situaciones que vive.

Porque no hemos sido valientes, porque cedimos el espacio público, dejamos la política en manos de unos cuantos; la toma de decisiones, también. Y hoy todos padecemos las consecuencias.

México se ha acostumbrado a convivir con la muerte como si fuera paisaje. La noticia de una masacre compite con el tráfico, el clima o el último escándalo de redes.

El horror dura lo que tarda en aparecer el siguiente titular.

Así, la violencia pierde significado político y se vuelve rutina. Y cuando la tragedia se normaliza, la indignación se evapora.

Tenemos generaciones de adolescentes y jóvenes que crecen apáticos a la participación social y política. No por falta de inteligencia o sensibilidad, sino porque han crecido percibiendo que involucrarse no cambia nada, que protestar cansa y que la política es un territorio ajeno, sucio o inútil.

A ese desinterés juvenil se suma el cansancio adulto: la duda sobre por dónde seguir, por dónde caminar, a quién creerle. El resultado es un país paralizado, no por miedo, sino por desgano.

El reconocido abogado veracruzano Ignacio Morales Lechuga lo explica con una lucidez inquietante: “En México somos testigos de una variante: el poder no ha necesitado reproducir el terror clásico. Le basta administrar la indiferencia. Ha descubierto que, si se le despoja de significado político, la muerte es más eficaz que cualquier policía secreta”.

Es una sentencia dura, pero precisa. Cuando la muerte no provoca duelo colectivo ni exigencia pública, deja de ser un punto de quiebre y se convierte en estadística.

Morales Lechuga remata con una idea aún más perturbadora: “Una sociedad incapaz de transformar la pérdida en duelo y en exigencia pública de cambio es una sociedad dócil. Aquí, la tragedia no estalla, se disuelve. Las masacres no sacuden al Estado. Quedan atrapadas en un vacío que nulifica cualquier posibilidad de quiebre político”.

Ese vacío es el verdadero triunfo del poder: gobernar sobre una ciudadanía anestesiada.

Eliminar la apatía, la pereza cívica y la indiferencia no es un acto heroico; es una obligación moral.

Participar, cuestionar, exigir, organizarse —desde lo local hasta lo nacional— es la única manera de romper ese silencio administrado.

La historia demuestra que ningún régimen cae por sí solo, y que ningún cambio profundo nace de la comodidad.

La Patria no necesita más discursos huecos ni más resignación elegante. Le urgen ciudadanos incómodos, conscientes y activos.

En tanto la indiferencia prevalezca como norma, la violencia seguirá siendo negocio y el poder continuará intacto. Y entonces, cuando miremos hacia atrás, no podremos decir que no sabíamos. Lo sabíamos. Simplemente miramos hacia otro lado.

ceciliogarciacruz@hotmail.com