“La palabra más hermosa del diccionario”, así se refiere con frecuencia el presidente de Estados Unidos (EE. UU.) Donald Trump al término aranceles.

En una economía cerrada, estos son el instrumento de política económica que mejor sirve para proteger empleos, empresas y salarios.

Así, al asumir Trump su segundo mandato, desde Enero pasado, ha dictado diversas tasas arancelarias a países con los que mantiene relaciones comerciales, que es prácticamente el mundo entero.

Esta medida tiene motivos económicos (reducir el déficit comercial y recaudar más recursos para el erario), pero también políticos: castigar o premiar a las naciones que buscan hacer negocios con EE. UU.

Cuando una potencia económica como la Unión Americana impone medidas arancelarias por motivos no estrictamente económicos (geopolíticos, estratégicos, ideológicos o de seguridad nacional), las implicaciones y coimplicaciones son multidimensionales y, por tanto, según observamos recientemente, podrían alterar el equilibrio global.

La imposición arbitraria de aranceles significó el aumento de costos de importación, traducido en el encarecimiento de bienes clave, como acero, chips, transistores, conductores, semiconductores y otros elementos asociados con las tecnologías.

Otro efecto de esas políticas proteccionistas es la eventual reducción en la competitividad, ya que las exportaciones podrían volverse menos atractivas en el mercado estadounidense; asimismo, la incertidumbre generada por la arbitrariedad de las medidas arancelarias es un fuerte aliciente para la desconfianza entre inversionistas.

También está el desvío del comercio. Los países que se pueden ver afectados por la aplicación de esas medidas buscarían nuevas alternativas en otros mercados, para satisfacer necesidades como las alimentarias. China, por ejemplo, podría sustituir sus compras agrícolas a EE. UU. con Brasil.

Para Estados Unidos, en contrapartida y en teoría, los aranceles significarían la protección de industrias estratégicas y la revitalización de sectores como el acero o la manufactura, pero la otra cara de la moneda es la inflación local, reflejada en la subida de precios al consumidor y ya atestiguada en 2018, tras los aranceles impuestos a China, que se tradujeron en el incremento del precio de lavadoras, paneles solares y otros enseres.

Además, las represalias comerciales han estado a la orden del día en un contexto de guerra arancelaria.

Otros países impusieron sus propias medidas para compensar los efectos de la ofensiva estadounidense.

La Unión Europea, por ejemplo, gravó el Bourbon y las importaciones de Harley-Davidson.

Por otro lado, como parte de los efectos secundarios y sistémicos, se observa una recomposición geopolítica, reflejada en un cambio en alianzas; países sancionados buscan nuevos socios; por ejemplo, Rusia y China profundizaron sus acuerdos comerciales tras las sanciones occidentales.

Además de los efectos inmediatos señalados, la guerra arancelaria puede verse como una etapa más de las guerras comerciales que se han extendido desde la década pasada, como el conflicto entre EE. UU. y China (2018-2024), que generó incertidumbre en cadenas globales y se reflejó en la disrupción de cadenas de suministro, afectando a terceros países, como Vietnam y México.

Hay que añadir también el debilitamiento del sistema multilateral, a través de fenómenos como la erosión de la OMC; la nacionalización de industrias (países impulsando la autosuficiencia: Europa con chips, China con granos, México con energéticos), y el consecuente aumento del proteccionismo global. Esto aceleraría la bipolarización económica: bloques liderados por EE. UU. y China, principalmente, así como la inestabilidad monetaria (divisas como el Yuan o el Euro estarían más propensas a la volatilidad).

Por ello, sin duda, las medidas arancelarias con motivaciones extra económicas son un arma de doble filo; si bien en teoría le podrían permitir a EE. UU. ejercer presión política y proteger intereses estratégicos, también generarían distorsiones en la economía global, inflación y resentimiento diplomático.

En el caso de México, no extraña que, junto con la revisión de aranceles, el gobierno republicano de EE. UU. coloque sobre la mesa la valoración de la política de seguridad en materia de narcóticos (fentanilo) y la lucha contra los cárteles que los producen e introducen a ese país.

Los gobiernos demócratas de EE. UU. suelen separar el agua y el aceite; negocian aparte lo comercial y la seguridad, y recurren más a vías diplomáticas que a las militares o policiales. Pero los gobiernos republicanos, no, especialmente el actual, que coloca en una sola caja los temas de su interés: comercio, seguridad y migración.

Se echa de menos al Donald Trump del primer mandato, que llevó la fiesta en paz con el Gobierno de México, gracias a la empatía personal que hubo entre él y el presidente AMLO, a pesar de sus diferencias y distancias ideológicas y políticas. Hoy es distinto; hoy existe un establishment más duro, políticamente homogéneo y cohesionado en su visión ideológica, en el cual México es colocado como “adversario”, al nivel de Rusia, China e Irán (por más increíble que esto le parezca al resto del mundo).

Pero hay un elemento adicional: una derecha mexicana que, ante el retroceso que ha tenido en las urnas y el consiguiente desplazamiento en áreas donde se había asentado (en los Poderes Legislativo y Judicial, y gobiernos locales), hoy traslada a Washington su caja de resonancia, con quejas, planteamientos y demandas abiertamente injerencistas.

Hasta el momento, de unos 30 países afectados por las tasas arancelarias de EE. UU., que van desde el 10 hasta el 50 por ciento, México, con su 30 por ciento de aranceles generalizados a los productos que no están al amparo del T-MEC, se encuentra ligeramente arriba de la media (con un 26.33 %).

Reducir estos aranceles depende, al parecer, de cuatro factores: 1) adelantar el compromiso de un nuevo acuerdo comercial; 2) reducir al mínimo el flujo migratorio indocumentado, al sur y norte de nuestras fronteras; 3) avanzar aún más en los golpes a los cárteles del fentanilo, y 4) contener la grilla de la derecha mexicana, que persiste en usar los aranceles como arma política injerencista.

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