Por: Ricardo Monreal Avila
En México pervive un sistema opresor contra la mujer, el cual está muy arraigado en nuestras prácticas culturales y en sus formas de reproducción.
Su existencia se puede verificar en la presencia de privilegios, los cuales se asocian con una visión patriarcal relejada en varios aspectos de la vida cotidiana y que han derivado, por su interacción, en rasgos o formas actitudinales de carácter social que implican subyugación o sujeción a la voluntad masculina.
Históricamente, por lo menos en Occidente, el papel de la mujer se relegó principalmente en los aspectos reproductivos, en la crianza de las y los hijos y en las labores domésticas, por lo que las mujeres fueron proscritas de toda actividad cultural, científica, política y económica de trascendencia a lo largo de los siglos.
Esto último se ha identificado como el patriarcado, el cual aglutina todas las disposiciones propias del dominio masculino que constriñen la posibilidad de las mujeres de desarrollarse libremente en las esferas dictadas por su libre voluntad, pero, además, el desdoblamiento de los rasgos patriarcales se encarga de reprimir simbólica y físicamente, haciendo uso de la violencia, todo intento legítimo de ruptura cultural, jurídica, política o económica de parte de las mujeres por establecer una igualdad y conquistar, con ello, esferas de participación de las que históricamente han sido relegadas.
Acabar con la violencia de género es uno de los grandes retos que enfrenta el gobierno actual, pues ésta se sigue reproduciendo desde los ámbitos simbólicos y, lamentablemente, se sigue materializando, como lo observamos en las continuas tragedias que han sacudido a la sociedad mexicana en las últimas semanas.
Detener el acoso cibernético y físico que ejercen los hombres sobre las mujeres es una sensible necesidad; las mujeres en nuestro país están hartas de tener que soportar las más variadas expresiones de violencia y acoso, que van desde los silbidos, la intimidación o los “elogios”, hasta las agresiones físicas disfrazadas de aparente diversión, o las manifestaciones más funestas, como la violación.
Lo hemos visto en días pasados. La rabia contenida durante siglos y siglos de opresión se está manifestando para reiterar una y otra vez: “¡Ya basta!”
Estamos en el umbral de un punto crítico. La ausencia de una sociedad guiada por valores nos sitúa en un escenario por demás preocupante y, dados los niveles de criminalidad a los que hemos llegado, debemos reflexionar con detenimiento: ¿qué acciones debemos emprender para corregir esta situación de anomia?
Es urgente que todas y todos abordemos el problema desde nuestros propios ámbitos de acción. Bajo ninguna circunstancia se debe normalizar la violencia; las mujeres no deben de violentadas por cómo visten, en dónde están, con quién se relacionan, a qué hora hacen sus actividades o por lo que creen; se deben hacer esfuerzos importantes para visibilizar estas situaciones; de otro modo, no cesará la reproducción de la violencia.
El feminicidio es el acto que, por desgracia, consuma toda una espiral de violencia sistemática, que no sólo niega la dignidad de la mujer, sino que además desprecia su existencia. Evitar este tipo de actos criminales es una responsabilidad que concierne a la sociedad mexicana en su conjunto y cuyas acciones preventivas deben comenzar en el seno de los hogares y en los primeros círculos de socialización.
El respeto a la dignidad y a la vida de las mujeres, por su propio valor como seres humanos, es algo en lo que debemos involucrarnos integralmente y con seriedad, si queremos lograr que las generaciones venideras erradiquen lo que hoy tristemente padecemos en la actualidad.
Definitivamente, el Estado mexicano debe ser el garante de la protección de todas y todos sus gobernados; al gobierno le toca planear y ejecutar acciones concretas, no sólo para sancionar a los responsables de la comisión de esta serie de actos antisociales, sino para prevenir y erradicar desde la raíz estas prácticas; la sociedad en su conjunto se debe obligar a participar en la formación de personas sensibles, conscientes, con valores, para el desarrollo de una mejor vida en sociedad.
Cambiar la concepción del papel que desempeñan las niñas y las mujeres en nuestra sociedad es importante para ayudar a erradicar todo el régimen de opresión al que han sido sometidas a lo largo de mucho tiempo. A ellas no se les debe violentar; no se les debe matar; a todas y cada una se les debe respetar, sea en el hogar, en las escuelas, en los trabajos, en la vía pública: en todos los espacios de la vida pública y privada.
Desde estas líneas es importante hacer un llamado a la no simulación, a la no utilización de tales tragedias para fines políticos o electorales; por el contrario, se deben auspiciar campañas de sensibilización respecto de la situación que nos aqueja; decir ¡no! a la normalización de la violencia y ¡no! a la invisibilización de las situaciones de discriminación, relegación o maltrato a la que son sometidas las mujeres, mediante un sistema que históricamente ha sido opresor de sus más elementales derechos.
Nos toca a todas y todos nosotros hacer lo posible en nuestros marcos de acción para impulsar la erradicación de esta violencia sistemática, la cual ha sido aderezada con la corrupción y la impunidad que desde hace tiempo nos han azotado y que, lamentablemente, se han reproducido siendo precondición unas de otras.
Lograr una transformación profunda en esta materia constituiría un logro sin precedente, y configuraría un presente y un futuro diferentes y dignos para nuestras hijas y nuestras nietas.
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