Por: Ricardo Monreal Avila
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA
Lo sucedido en Culiacán, Sinaloa, el pasado jueves 17 de octubre, fue una muestra del gran alcance y fuerza que el crimen organizado ha logrado aglutinar en los territorios que domina a lo largo y ancho de nuestro país.
El elevado crecimiento de las organizaciones criminales responde principalmente a la operación deficiente de las instituciones de seguridad pública locales, a merced de la corrupción que ha permeado por años, no sólo en las fuerzas policiales de los diferentes órdenes de gobierno, sino en los aparatos de procuración y administración de justicia; tampoco se podría entender ese crecimiento, de no ser por el abandono del Estado hacia los sectores sociales más desfavorecidos, de los cuales se han nutrido los cárteles para engrosar las filas de sicarios.
En 2006, el Gobierno federal provocó la decisión de emprender una “guerra” en contra del narcotráfico, sin dimensionar los efectos negativos que tal empresa traería para el país. El resultado casi inmediato de tan lamentable política fue el acrecentamiento de la violencia, con la fragmentación de los grupos delictivos en células más pequeñas, cuya violencia para conquistar o defender territorios de operación fue inusitada.
Durante aquel sexenio se echó mano de una política que privilegió el uso de la fuerza y de la violencia, la cual fue replicada durante el gobierno siguiente. El resultado de esta posición belicista fue la creciente ola de enfrentamientos entre policías y militares con integrantes del crimen organizado, o entre los grupos de los propios carteles, con desastrosos desenlaces para la población civil.
No fueron pocas las ocasiones en que familias enteras fueron víctimas de operativos militares o del fuego cruzado, en virtud de la falta de un marco institucional y legal para regular la actuación del ejército y las labores de necesaria coordinación entre los cuerpos de seguridad de los distintos órdenes de gobierno.
En su momento, el titular del Ejecutivo de entonces, denominó como “víctimas colaterales” a las y los civiles fallecidos en su “guerra” contra el narcotráfico, minimizando con ello la importancia de las vidas humanas arrebatadas y el dolor de las miles de familias mexicanas enlutadas por la irreparable pérdida de sus seres queridos.
Aunque las críticas a ese tipo de política —que sólo acrecentó los niveles de violencia— fueron en aumento desde diversos sectores de la sociedad, no hubo la voluntad política para reconsiderar la estrategia y abordar el problema desde otras perspectivas, decretando un cese al fuego, dados lo altos índices de pérdidas humanas a lo largo y ancho del territorio.
Se trató de combatir al fuego con fuego, sin estrategias claras y sin un marco legal e institucional que procurara el respeto del Estado de derecho; sin expurgar tampoco la corrupción de los cuerpos de seguridad y de las propias Fuerzas Armadas, y, lo peor de todo, sin presentar resultados positivos en materia de combate a la inseguridad o a la delincuencia organizada. En suma, las cuentas que entregan las anteriores administraciones a este respecto constituyen fracasos monumentales, de los cuales no se aceptó responsabilidad alguna.
La memoria debe empujar a todos los actores estatales a buscar alternativas distintas para lograr el restablecimiento de la paz en nuestro territorio.
El Gobierno actual es consciente de la necesidad de no generar un mayor clima de violencia; el presidente, con conocimiento de causa, ha expresado en repetidas ocasiones que no se puede apagar el fuego con fuego. Están comprobados los fallidos resultados de combatir la violencia con más violencia.
Se debe privilegiar, en cambio, no el oportunismo político, como ocurrió en sexenios pasados con las “capturas” (a las que correspondían sendas fugas) de grandes capos de la droga, sino el bienestar de una sociedad lastimada hasta las entrañas por la insensibilidad y la simulación de las administraciones anteriores.
El incidente de Culiacán evidenció, cierto, falta de comunicación (el propio presidente declaró que no había sido informado previamente), y desorganización. Sin embargo, también sacó a flote el carácter del actual Gobierno federal y dio muestra de su compromiso por privilegiar en todo momento la vida y salvaguardar la integridad física de la población.
Los detractores de las decisiones gubernamentales arguyen la ineptitud y la incapacidad de las autoridades para lograr la detención proyectada, desdeñando en sus argumentos la preeminencia de la integridad de las y los habitantes de la ciudad que ardía en llamas. Resulta totalmente incongruente que los grupos políticos que encabezaron los gobiernos promotores de masacres en años anteriores, en una conveniente desmemoria, se rasguen las vestiduras por lo sucedido, contribuyendo a las campañas de desestabilización y al cangrejismo, y pretendiendo obtener raja política.
El Gobierno federal salió a dar la cara por los recientes acontecimientos. El compromiso es claro: la violencia no se va a combatir con más violencia; la fuerza no se utilizará de manera ilegítima para lograr complacencias internacionales o beneficios mediáticos, a costa del sufrimiento de las familias y del establecimiento de un clima más cruento.
La poca autoridad moral de los adversarios de la 4T no debe perturbar los esfuerzos que este gobierno y sus aliados están haciendo por obtener resultados positivos para nuestro lacerado país, a causa de las malas decisiones de quienes hoy se asumen como defensores de la seguridad en México.
Hoy por hoy, somos más quienes buscamos detener el derramamiento de sangre; somos más quienes creemos que la paz y la integridad de las y los mexicanos está por encima de aquellos montajes y operativos que sólo buscaban el relumbrón para atraer a la prensa local e internacional, y simular que había resultados en el combate a la inseguridad y la delincuencia organizada.