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La delincuencia organizada es el cisne negro que se cierne a lo largo y ancho del territorio nacional. La corrupción, la falta de estrategia e inteligencia y la impunidad que caracterizaron a las pasadas administraciones fueron el caldo de cultivo para alimentar la espiral de violencia que sigue azotando los diferentes espacios y esferas de la vida pública y privada.

El término delincuencia organizada fue empleado por primera vez por el criminólogo estadounidense John Ladesco, en 1929, para designar a las operaciones delictivas provenientes de la mafia. Se denominó como organizada a este tipo de criminalidad en referencia a sus características de corporación, agrupación, sindicato, liga o coalición, y por su forma de conjuntar esfuerzos en un grupo, haciendo uso de la violencia, soborno, intimidación y fuerza.

La fortaleza de la delincuencia organizada radica en el establecimiento de alianzas y vínculos en todos los niveles de la estructura del Estado, incluyendo el político y el militar, ya que es mediante actos de corrupción como logra la total impunidad.

Cuando la delincuencia organizada construye conexiones con organizaciones similares, formando redes en todo el mundo, la Organización de las Naciones Unidas la identifica como delincuencia organizada transnacional. Esta modalidad tiene un eje central de dirección y mando, estructurado de manera celular y flexible, con rangos permanentes de autoridad. Tiende a corromper a las autoridades y opera bajo un principio desarrollado de división de trabajo, mediante células que sólo se relacionan entre sí a través de los mandos superiores.

La delincuencia organizada es un fenómeno social que se encuentra en la base de la fragilidad del Estado de derecho, la corrupción y la crisis de casi cualquier tipo de seguridad (laboral, pública, interior, nacional, exterior). No es propia de algún sector o clase social: sus implicaciones y efectos corren de manera transversal a lo largo y ancho del sistema sociedad.

Del 18 al 31 marzo de 2011, el Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias, de la ONU, visitó México. Como parte de su informe preliminar, dio cuenta de las enormes deficiencias de la dimensión gubernamental del Estado en la lucha contra la delincuencia organizada.

La llamada guerra contra el narco, emprendida por la última administración blanquiazul, evidenció, entre otros aspectos, la carencia de un adecuado diagnóstico; la falta de preparación de los cuerpos de seguridad pública y efectivos militares; la improvisación en materia de inteligencia y logística, y los altos índices de corrupción e impunidad que permeaban la administración pública en todos los órdenes de gobierno.

Como consecuencia de lo anterior, fenómenos altamente nocivos, como los asesinatos de candidatas y candidatos en campaña y autoridades en funciones, dejaron de ser marginales para convertirse en un serio problema de seguridad nacional.

La violencia política que existía antes de esa guerra era selectiva. Afectaba a dirigentes e integrantes de movimientos de izquierda que actuaban en el ámbito sindical, rural y estudiantil. Así fue como la etapa de la llamada Guerra Sucia contra la izquierda tuvo cuatro momentos muy marcados:
La persecución de los movimientos guerrilleros de los años 60 del siglo XX (Lucio Cabañas y Genaro Vázquez).
La represión al movimiento estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en 1968.
La desaparición y encarcelamiento de dirigentes sociales durante la década de los 70 del siglo pasado (a cargo de la temible y extinta Dirección Federal de Seguridad.
La represión soterrada que se registró en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari contra militantes y activistas del PRD, que alcanzó 265 víctimas fatales en cinco años (de 1989 a 1994).
Estos actos de violencia política corrieron a cargo de cuerpos oficiales de seguridad, por lo que se pueden calificar como crímenes de Estado.
La “guerra” del calderonato cambió sustancialmente esta narrativa de violencia política. Las víctimas dejaron de ser exclusivamente militantes y activistas de izquierda, y se empezó a afectar de manera visible y notable a aspirantes en campaña y autoridades políticas de todos los partidos y órdenes de gobierno.
Esta modalidad de violencia política fue parte de las luchas por el control territorial que desataron los grupos de la delincuencia organizada en varias regiones del país. La pugna económica por las rutas, mercados y territorios de influencia de los carteles los llevó a buscar directamente el control del poder público local y regional.
Fue así como los procesos electorales se empezaron a teñir de rojo. Mientras que las elecciones previas a 2012 registraron asesinatos de aspirantes de manera aislada (dos en 2009, tres en 2010, ocho en 2011 y cinco en 2012), a partir de 2015 la cifra se elevó a 12 candidatos y autoridades victimados, para cuatriplicarse a 48 en 2018 y alcanzar el récord de 139 en 2021 (61 personajes de la política y 78 funcionarios de gobierno, según el índice de violencia política de Etellekt Consultores).
Incluso hay un indicador actuarial: las compañías de seguros triplicaron las pólizas de las PPE (Personas Políticamente Expuestas) o simplemente dejaron de asegurarlas. La de esta gente es considerada una profesión “altamente peligrosa”, al nivel de los deportes extremos.
En ese contexto, el pasado domingo 10 de septiembre, ante las y los compañeros consejeros nacionales de MORENA expresé lo siguiente:
No puedo dejar de mencionar al elefante en la sala; al enemigo público número uno de nuestra seguridad y nuestra democracia, que habrá de acechar no sólo a MORENA, sino a todos los actores políticos que concurrirán a la elección más grande de nuestra historia: la intromisión de la delincuencia organizada en el proceso electoral y su actuar violento. Cuidemos el perfil de nuestros candidatos, su seguridad, sus financiamientos, sus campañas. Cero tolerancia a la menor injerencia de este cisne negro en el proceso electoral.
Fuentes:
Helène Combes, “Matar candidatos. El PRD en los años noventa”, Pie de Página, 16 de julio de 2021.
Víctor Antonio Hernández Huerta. “Candidatos asesinados en México, ¿competencia electoral o violencia criminal?”, Política y gobierno, CIDE, volumen XXVIII, número 2, II semestre de 2020.
ricardomonreala@yahoo.com.mx
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