El fin de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo una serie de consecuencias en el reordenamiento geopolítico global; el mundo se polarizó a partir del empuje de dos corrientes contrapuestas, ideológica, política y económicamente.
Tras el triunfo, y encabezados por Estados Unidos —la potencia militar y económica más importante a partir de ese momento—, los aliados reclamaron como su zona de influencia toda la parte occidental de la ciudad de Berlín y, consecuentemente, de Europa, mientras que la Unión Soviética hizo lo propio con el lado oriental de la ciudad y el continente, dividiendo con un muro (literalmente) lo que cobraron como botín de guerra al término del conflicto, a mediados de 1945.
La necesidad de Estados Unidos y de la extinta Unión Soviética de mantener el control sobre sus zonas de influencia y posicionarse en la cúspide de la hegemonía internacional llevó a ambas potencias a enfrentarse a través de la tensión diplomática, el espionaje y contraespionaje, y también mediante crisis bélicas, que en más de una ocasión tuvieron al mundo entero a la espera de una tercera guerra mundial, cuyas consecuencias habrían sido apocalípticas.
La llamada Guerra Fría se mantuvo vigente hasta la disolución de la URSS en septiembre de 1991 y, afortunadamente para el mundo entero, a pesar de la tensión entre ambas potencias no se desató un conflicto bélico de grandes proporciones.
El episodio más álgido de aquella pugna se dio en la conocida crisis de los misiles, desatada en octubre de 1962. Los roces entre ambos países habían desembocado en posibles agresiones militares con capacidad nuclear. Entre 1958 y 1959, Estados Unidos colocó misiles balísticos con ojivas nucleares en Italia y Turquía, con miras hacia los territorios de la Unión Soviética, en un intento de disuadir la expansión de esta última hacia Europa del Este.
En 1962, la Unión Soviética respondió enviando y colocando misiles de las mismas características en Cuba, con el propósito de disuadir una posible invasión estadounidense en el territorio gobernado por el hoy difunto líder Fidel Castro.
Las tensiones se prolongaron durante 12 largos días, hasta que finalmente las negociaciones para evitar un grave escenario bélico tuvieron éxito. El mandatario estadounidense John F. Kennedy y el líder soviético Nikita Jrushchov pudieron acordar el desmantelamiento y retiro de los misiles que apuntaban hacia Washington y Moscú, respectivamente.
La caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración del bloque soviético en 1991 dieron por terminada la división internacional. El fin de la Guerra Fría le permitió a Estados Unidos colocarse como la potencia hegemónica indiscutible de fin de siglo, transitando a un nuevo orden mundial de carácter unipolar.
Sin embargo, a partir de la reorganización del oso ruso, bajo la dirección de su actual mandatario Vladímir Putin, el poderío estadounidense y de la Unión Europea ha encontrado obstáculos que han puesto en jaque a la economía en Occidente, mediante las presiones en el suministro de energéticos, como las que provocaron la crisis por gas natural que se vivió a finales de 2021 en el Viejo Continente.
Hoy se enfrenta una nueva disyuntiva en el plano internacional, ante la eventual invasión rusa en Ucrania, su país vecino, el cual se ubica en una posición geopolítica estratégica, ya que es el puente entre Rusia y Polonia en Europa del Este.
A la caída de la Unión Soviética surgieron 15 nuevos países, entre los que se encuentra Ucrania, en donde se ha podido verificar la existencia de lo que Samuel Huntington llamó el choque de las civilizaciones.
De acuerdo con este teórico conservador, las relaciones de las nuevas naciones se sitúan entre lo distante y lo violento; para él, uno de los rasgos característicos que definen a las civilizaciones es la religión. En Ucrania conviven dos comunidades, por así decirlo: la mayoría profesa la fe católica y es afín a los valores occidentales, compartiendo un profundo y marcado nacionalismo; el resto pertenece a la ortodoxia, lo cual los hace más allegados a Rusia, es decir, se asumen como una comunidad más oriental que occidental.
En 2014, en el cenit de este conflicto, se desató la llamada Revolución de la Dignidad, por la incapacidad del presidente ucraniano Víktor Yanukóvych de firmar un acuerdo de entendimiento con la Unión Europea, lo que derivó en protestas que forzaron la dimisión del mandatario.
A raíz de la caída de Yanukóvych, se auguró que el nuevo gobierno entraría en contacto con la UE y con la OTAN, lo que despertó luces de alerta en Rusia, la cual se movilizó militarmente para tomar la región de Crimea —una península autónoma al sur de Ucrania que cuenta con fuertes lealtades rusas—, bajo el argumento de defender los intereses de las ciudadanas y los ciudadanos cultural y lingüísticamente afines.
Actualmente, se vive una nueva crisis en las relaciones internacionales. El gobierno de Ucrania anunció que en 2024 buscará unirse a la Unión Europea y, como respuesta, el gobierno del presidente Putin desplegó a aproximadamente 100,000 efectivos militares en sus fronteras, que sólo serían retirados si el gobierno ucraniano no se adhiere a la OTAN, la cual también anunció medidas preventivas ante una posible invasión rusa.
Por su parte, Washington ha advertido sobre acciones militares en contra de Rusia, si ésta continúa con la intención de invadir Ucrania, mientras que el presidente Vladímir Putin acusa al gobierno de su homólogo estadounidense Joe Biden de querer desestabilizar políticamente a la región.
Amenazas, posicionamientos militares y desconfianza mutua entre las potencias occidentales y el oso ruso advierten la posible llegada de una nueva guerra fría y de un conflicto que indudablemente afectaría a la comunidad internacional, por lo que se deben privilegiar la diplomacia, el respeto al derecho ajeno y la cultura de la paz, con el fin de evitar el conflicto y preservar la vida e integridad de miles de personas que se encontrarían en medio del fuego cruzado.
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