México sufre una de las crisis de violencia más cruentas de los últimos años, la cual, en el contexto de la actualidad, se ha acentuado por el aumento del poderío económico y del poder de fuego del crimen organizado y de las bandas relacionadas con el narcotráfico, cuyos tentáculos se extienden o se vinculan con otras actividades ilícitas como el secuestro, la trata de personas, la extorsión, la piratería y el huachicoleo, entre muchas otras.
El lastre de la ubicua penetración del crimen organizado en los espacios más variados de la sociedad mexicana creció al amparo de la corrupción y de la indiferencia de la mafia en el poder que se enquistó en nuestro país durante la era neoliberal, minando con ello las diferentes instituciones del Estado encargadas de la seguridad.
En el aspecto social, cada vez es más común encontrar cuerpos de personas asesinadas con crueldad extrema. Ahora mismo, la nación refuerza su luto con el ominoso hallazgo de, hasta el momento, 53 personas migrantes muertas en un camión abandonado en Texas, de las cuales, 28 son mexicanas.
En el aspecto económico, las constantes crisis han conseguido mermar las oportunidades de desarrollo y crecimiento dentro de la pirámide social, provocando con ello que cada vez un número mayor de personas jóvenes decidan delinquir para satisfacer sus necesidades más inmediatas; se sabe que las bandas de narcotraficantes reclutan a su base armada seduciendo a los sectores sociales menos favorecidos.
En el aspecto político, a través del fraude electoral y la rampante corrupción e impunidad que caracterizaron a las pasadas administraciones, se precipitaron muchos otros males, que incluyeron la descomposición de las principales instituciones del Estado mexicano.
Todos estos factores se encuentran intrínsecamente ligados.
No es casualidad que el aumento de la violencia en el país se diera en el contexto de un fraude electoral emblemático —el de las elecciones presidenciales del 2006— ni que, por la necesidad de legitimar a un gobierno espurio, se recurriera a una guerra, sin sopesar las consecuencias que para la población traería sacar al Ejército de sus cuarteles para realizar tareas de seguridad pública.
El hecho de que el ex secretario de Seguridad Pública, funcionario que tenía a su cargo pensar, proponer y establecer las políticas, tácticas y estrategias por seguir para garantizar el bienestar de todo un país, se encuentre preso en Estados Unidos acusado de tener nexos con el narcotráfico —de hecho, está documentada su actuación en favor del que fuera en su momento uno de los cárteles más poderosos del país y a escala global— nos dice mucho de la situación de simulación en la que se inició la mal llamada guerra en contra del crimen organizado.
A su vez, a pesar de los señalamientos que hiciéramos desde la oposición en aquel momento, en cuanto a la presencia del Ejército en las calles y su relación con la escalada de violencia, en el marco de la cual han muerto o resultado heridas personas civiles inocentes, el Gobierno entonces en funciones hizo caso omiso, permitiendo con ello que se perdieran múltiples vidas humanas y que éstas fueran vistas como una especie de daño colateral y no como un producto directo de la fallida estrategia.
Queda claro que se usó la necesidad de combatir al crimen organizado como mero pretexto para generar certidumbre y legitimidad gubernamental, generando con ello un ciclo de violencia a costa de la vida de miles de mexicanas y mexicanos. En más de una ocasión fue tema de los encabezados de Prensa el fallecimiento de civiles, por ejemplo, en las inspecciones realizadas en retenes.
En el pasado, México atravesó por situaciones que reclamaron miles de vidas humanas: la guerra de Independencia y la Revolución mexicana constituyen algunos ejemplos de éstas, cuyos efectos dieron como resultado la nación de la que hoy formamos parte y que nos interesa mejorar para las generaciones siguientes.
No obstante, la espiral de violencia y muerte que ahora nos aqueja no tiene de fondo sueños, deseos, reivindicaciones o utopía alguna, sino la avaricia y la disolución de algunos enfermos morales que echan mano del terror como medio de sometimiento o de control, a expensas del Estado de Derecho.
Desde un punto de vista filosófico, la sociedad actual se ha caracterizado en los últimos setenta años por abandonar el espíritu de comunidad y entregarse a una noción mucho más individualista; el sentido de pertenencia colectivo se ha ido desvaneciendo paulatinamente en la medida que “el otro” ha dejado de tener importancia.
El crimen organizado actual intimida, secuestra, violenta, extorsiona, agrede o mata incluso a habitantes de las localidades de las cuales son oriundos. Una muestra más de ello es el terrible acontecimiento ocurrido en días anteriores en un poblado de la sierra tarahumara en Chihuahua, en donde fueron asesinados dos sacerdotes jesuitas y un guía turístico.
El Estado mexicano está obligado a garantizar la seguridad de todas y todos los gobernados, pero acudir sin más a la violencia no es el camino que se debe seguir. De ahí la necesidad de apoyar las políticas de seguridad del Gobierno actual, las cuales se enfocan en las causas estructurales de la violencia y la inseguridad.
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