(“Todo poder que no tenga límites no puede ser legítimo”:Montesquieu).
El presidencialismo mexicano, desde su afianzamiento en el sistema político del país al término de la Independencia presentó ciertas características que posicionaron a la rama ejecutiva del poder público por encima de los otros dos poderes constituidos -como permanece hasta el día de hoy-; quizá por ello en la Constitución de 1824 se le etiquetó como el “Supremo Poder Ejecutivo”.
La figura del presidente de la República se fortaleció notoriamente al término de la Revolución.
El corporativismo mexicano lo ubicó en un lugar en el que desempeñaría un doble papel político: por un lado, el de Jefe de Estado, y por el otro, el de líder indiscutible de una estructura partidista que giraba en torno a sus decisiones y a su persona.
Esta doble condición, muy particular en el sistema político mexicano durante la mayor parte de siglo XX, le confirió una posición prominente a quien dentro de la estructura del partido oficial escalaba y lograba catapultarse, con el apoyo de algún grupo, hacia la Presidencia de la República.
La existencia de grandes estructuras del aparato estatal al servicio del presidente posibilitó el servilismo institucional de los Poderes Legislativo y Judicial; nada se movía, nada se orquestaba en cualquiera de estas arenas sin la voluntad presidencial.
La vida política y económica de las entidades federativas también dependía de lo que se dictaba en el Centro. ¿La prevalencia de partidos o grupos políticos opositores? ¡impensable! ….el más mínimo gesto de disentimiento activaba la alarma de todo el aparato estatal para sofocar cualquier intento de disidencia, y ni qué decir de la posibilidad de disputar el poder político público a través de las urnas.
Las luchas sociales y la presión de diversos sectores, además del desgaste inherente al corporativismo mexicano, fueron propiciando la ruptura del presidencialismo, abriendo al mismo tiempo los canales de participación institucional para empoderar la disidencia política en nuestro país.
Los últimos lustros del siglo pasado fueron escenario de la búsqueda, implementación y consolidación de un auténtico sistema democrático para México.
La puesta en marcha de una verdadera democracia representativa se siguió de una constante lucha por el respeto al mandato popular expresado en las urnas. Ciertamente, la caída del régimen de partido hegemónico en el año 2000 constituyó un hito en la historia política de México; sin embargo, ese viejo molde que pervivió durante setenta años ininterrumpidos se negó a desaparecer en los primeros lustros del presente siglo. La relación política entre gobernantes y personas gobernadas intentó resumirse en un solo evento: el día de las elecciones.
El presidencialismo mexicano, por la naturaleza de los hechos, debió adaptarse a las circunstancias. La presencia de una nutrida oposición en el Congreso a partir de 1997 y hasta 2018 modificó las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, por lo que la búsqueda de consensos entre ambas ramas del poder público se hizo cada vez más necesaria.
La presencia de bloques o alianzas al interior de ambas Cámaras del Congreso mexicano fue un tema recurrente, con lo cual se buscó dar cauce institucional a cada una de las propuestas enviadas por el Ejecutivo, con el fin de impulsar proyectos de gobierno a corto, mediano y largo plazos.
Sin embargo, a pesar de tales cambios en el ámbito público nacional, las cúpulas del poder político orientaron sus esfuerzos para satisfacer no las demandas de la ciudadanía, sino las exigencias de una élite económica dispuesta a lo que fuera para mantener el statu quo, contando para ello, incluso, con el apoyo de la Presidencia.
Y mientras las élites sellaban negocios millonarios, el resto de la población de los diversos sectores enfrentó el endurecimiento de las condiciones de vida en el país, y no pocas personas decidieron abandonar sus lugares de origen en busca de mejores oportunidades de vida. De ahí las enormes cifras de migrantes nacionales, que mayormente se encuentran en Estados Unidos.
Con todo, la caída estrepitosa de la credibilidad en el gobierno por parte de ciudadanía no es algo reciente. En las calles, en las conversaciones y en las redes sociales ese malestar generalizado se hizo mucho más evidente en el sexenio pasado. La respuesta ciudadana a la clase política gobernante fue su virtual destierro del poder político y el encumbramiento legítimo de un proyecto de gobierno diametralmente opuesto al defendido por el conservadurismo mexicano.
Para la 4T resulta evidente que no puede haber carencias en términos de legitimidad en el ejercicio del poder público, porque éste tiende al desgaste acelerado y acarrea consecuencias negativas en lo social y en lo institucional. El poder necesita límites y éstos sólo pueden ser impuestos por el pueblo, que es en donde reside legítimamente la soberanía.
Estamos como sociedad virando de una democracia indirecta o representativa hacia una democracia directa; sólo el conservadurismo más recalcitrante se niega a verlo y a aceptarlo. La ciudadanía ha estado exigiendo, desde hace tiempo, un radical giro en la práctica política y el ejercicio del poder, para que su voz sea realmente escuchada y tomada en cuenta dentro de las decisiones del gobierno.
Hay una obligación moral de parte de la actual administración federal de hacer los mejores esfuerzos para abrirle la puerta a la ciudadanía y que su participación sea mucho más nutrida en lo referente a los asuntos públicos.
Existen para ello varios mecanismos de participación: el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, la consulta ciudadana y la revocación de mandato; aunque para que esta última sea vinculante se necesita la participación de un 40 por ciento de las y los ciudadanos inscritos en el padrón electoral. Una amplia participación podría quitarle el gobierno al actual titular del Ejecutivo o, por el contrario, reforzar sus altos índices de legitimidad.
Los esfuerzos están orientados a propiciar una participación ciudadana más directa y recurrente; el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, la consulta ciudadana y la revocación de mandato están dirigidos a conceder al pueblo diversos medios de contención del ejercicio del poder político detentado por quienes gobiernan, y así poder expresar de manera mucho más eficiente la voluntad de la mayoría.
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