Los principios fundamentales de la política exterior de México descansan sobre las conocidas doctrina Carranza y doctrina Estrada, surgidas en el siglo pasado, las cuales apuntan al respeto de la soberanía de las naciones hermanas, a la libre autodeterminación de los pueblos y a la no intervención en la organización gubernamental interna de los Estados. Estas directrices hicieron de nuestro país un referente en cuanto a la atención de conflictos a escala internacional durante el siglo XX y aun en la actualidad.
México detenta una añeja tradición diplomática que lo ha caracterizado por asumir un rol protagónico como mediador en diferentes conflictos que se han suscitado en la era contemporánea, sobre todo en América Latina.
Por su parte, el vecino país del norte se ha asumido como defensor de un régimen democrático -el cual, dicho sea de paso, y como lo han señalado personajes de la política y el ámbito académico, es el más conveniente para la reproducción del sistema capitalista- por lo que en nombre de tales principios se han justificado invasiones e intervenciones militares, ya sea de manera abierta, como sucedió en naciones de Oriente Medio, o en forma velada, como ocurrió en el derrocamiento del Gobierno democrático de Salvador Allende, en Chile.
Del mismo modo, recientemente, el papel estadounidense ha sido relevante en la vida política de naciones latinoamericanas, como Venezuela o Bolivia, en donde sendos golpes de Estado intentaron derrocar o derrocaron a los Gobiernos de aquellos países, con intervención directa o indirecta de nuestro vecino del norte.
En tales eventos, la opinión internacional ha estado dividida, e incluso aquí en México la oposición acusó al Gobierno actual de apoyar a regímenes antidemocráticos, cuando nuestro país se ofreció a fungir como mediador en los temas de conflicto, siendo ampliamente respetuoso de su vida política interna.
No obstante, México también ha recibido presiones para cambiar ciertos aspectos de su vida política interior. Recuérdense las ejercidas por el Gobierno estadounidense anterior, encabezado por Donald Trump, sobre el de nuestro país, para tratar de impulsar su política antiinmigrante y su estrategia económica proteccionista, con lo que se pretendió otorgar mayores beneficios a las grandes empresas de la Unión Americana que, en su mercado interno, estaban perdiendo terreno frente a las mexicanas, de acuerdo con su retórica.
La zona de influencia de Estados Unidos sobre el continente ha sido una constante desde que éste comenzó a expandirse en el siglo XIX. Los intereses políticos y económicos de esa nación van especialmente desde Alaska hasta la Patagonia y, por muy grande o pequeño que sea un país en esta zona geográfica, todos han sido de una manera u otra influenciados por las decisiones emanadas de Washington.
La conocida frase del intelectual Nemesio García Naranjo, y que se le atribuyó a Porfirio Díaz: “Pobre de México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, a la luz de los hechos históricos y hasta el día de hoy, no deja de tener cierta razón, sobre todo cuando se habla de las relaciones políticas y económicas que la potencia norteamericana sostiene con el resto del vecindario latinoamericano.
En este contexto, las declaraciones que el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, emitió en días pasados, con motivo de la próxima Cumbre de las Américas, anticipando su eventual ausencia por la falta de voluntad política estadounidense de incluir a naciones como Cuba, Venezuela y Nicaragua, adquieren un matiz altamente relevante dentro de la política internacional.
La discusión en torno a ello permite cuestionar de manera amplia la aparente defensa de la democracia con la cual Estados Unidos ha justificado su constante intervencionismo. Las preguntas obligadas son: ¿es realmente la democracia lo que impulsa la injerencia de la Unión Americana en otros países?, ¿no se trata de intereses de una oligarquía política y económica, que utiliza ese discurso para lograr ambiciosos beneficios, a costa de la vida de millones de personas en cada nación?
En ese tenor, como es de dominio público, Cuba tiene una experiencia de 64 años de bloqueo comercial y económico por parte de Estados Unidos. La medida intentó asfixiar en su momento a la administración de Fidel Castro y a su Gobierno, sin que hasta ahora haya podido lograr su propósito.
En aquel inicio del bloqueo, México fue el único país que dio su reconocimiento diplomático al Gobierno de la isla del Caribe, emanado de la Revolución (contraviniendo la petición y el ejemplo dados desde Washington), en el entendido de que nada, ni siquiera la defensa de la democracia, puede justificar el intervencionismo de una potencia sobre la vida de una nación soberana.
Resulta incongruente que el Gobierno estadounidense critique e imponga sanciones por la intervención militar de Rusia sobre Ucrania, pero sea incapaz de revisar sus propias acciones en países como Yemen, Siria o Irak o autocriticar sus acciones en contra de naciones como Cuba.
El hecho de que el vecino país del norte, considerado en no pocas ocasiones el emblema del sistema democrático, excluya de una cumbre regional a países que no comparten, por cualquiera que sea la razón, su forma de gobierno, es un anacronismo y una contradicción que, incluso, puede llevar a cuestionar la naturaleza ontológica de su propio sistema.
¿Qué tan democrático puede ser un régimen, cuando se impone mediante la fuerza o la presión económica? Reflexionar sobre ello puede ayudar a comprender las mencionadas declaraciones del jefe del Estado mexicano y su impacto en la política internacional.
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