La diversidad cultural que existe en el continente americano se debe a diversos factores, como el curso histórico que tomaron las comunidades con la irrupción de las conquistas y colonizaciones europeas, a partir de las cuales se diseminaron creencias, formas de organización política y maneras de interpretar el mundo, las que, a su vez, se conjugaron con aquellas de carácter endémico, todo lo cual dio como resultado un caleidoscopio de sincretismos.
En México, Centroamérica y los países del Cono Sur, como Bolivia y Perú, entre otros, la conquista española dio paso a una sociedad de estamentos, en cuya cúspide se encontraban los personajes nacidos en Europa; después, sus descendientes nacidos en el nuevo continente y, sucesivamente, las demás castas que se fueron originando a partir del mestizaje entre las poblaciones europeas, indígenas y esclavas (traídas de África).
A diferencia de la región latinoamericana, que fue influenciada por los reinos católicos de España y Portugal, la Corona inglesa, que envió colonos hacia el norte del nuevo continente un siglo después de que el reino español subyugara a los señoríos mesoamericanos, no encontró un territorio poblado y urbanizado.
Gran parte de la costa este de lo que hoy son los Estados Unidos estaba deshabitada. Conforme los colonos británicos se fueron expandiendo hacia el sur y oeste del territorio, ubicaron pequeñas comunidades de pueblos originarios de Norteamérica, pero en lugar de subyugarlos —como sucedió en el virreinato español—, se decidió mayormente por el exterminio.
Hacia 1517, Europa experimentó un cisma religioso, cuando el clérigo alemán Martín Lutero publicó sus 95 tesis, iniciando un movimiento a gran escala en contra de las imposiciones de la Iglesia católica, conocido como la reforma protestante, la cual tuvo una importante repercusión en la conducción moral y en el entendimiento de la fe cristiana, a partir de la interpretación de dos grandes polos: católico y protestante.
En su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber hace un vasto análisis de la naturaleza ontológica del protestantismo y su relación directa con la conformación del capitalismo como sistema económico propio de los países anglosajones.
Uno de los rasgos más importantes de la visión protestante consiste en que la acumulación de bienes no es moralmente inadecuada; al contrario, la riqueza producida a través del trabajo es concebida como una bendición divina, por lo que los esfuerzos para sostenerla e incrementarla son indispensables y están asociados con la misión celestial determinada para la humanidad.
En contrasentido, en la visión católica la acumulación desmedida de riqueza está asociada directamente con un pecado: la avaricia. Para las y los católicos resultaría de mayor provecho invertir sus esfuerzos en alcanzar la vida eterna a través de sus buenas acciones y su modesto modo de vivir, en vez de empecinarse en acumular riquezas terrenas.
El desarrollo del capitalismo, como sistema de producción dominante, encontró eco en los derechos y libertades que fueron plasmados tanto en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano como en la Constitución estadounidense, ambas redactadas hacia finales del siglo XVIII. La noción de la igualdad jurídica generó la necesidad de instaurar un sistema político que reconociera los derechos ciudadanos y que otorgara garantías mínimas para el desarrollo de la libre empresa.
En este sentido, la democracia, como forma de gobierno, devino de la necesidad de dar cauce a muchas de las ideas gestadas en la coyuntura del auge de la Ilustración y de la naturaleza boyante de la burguesía, poniendo énfasis en los requerimientos implícitos en la transición del mercantilismo al capitalismo.
Desde este enfoque se puede entender por qué países como nuestro vecino del norte se asumen como protectores de la democracia, y con ello han pretendido justificar intervenciones e invasiones militares en diversos países, cuando en realidad podría estar detrás la intención de garantizar las inversiones privadas y la acumulación de capital por parte de transnacionales que tienen intereses específicos, conllevando muchas de las veces el saqueo y la explotación de recursos naturales.
Debido a ello, el desarrollo de la democracia en los países de América Latina siguió un camino totalmente distinto al de los del norte del continente. Tan sólo en México, llegar al punto en que nos encontramos (con los canales de participación ciudadana ya depurados, consolidando una democracia de carácter sustancial) significó un largo proceso de dos siglos como nación independiente.
En tal virtud, cualquier imposición de modelos políticos exógenos constituye una negación a la historia y el desarrollo específico de cada nación.
La participación parcial de los Estados del continente en la Cumbre de las Américas (la cual se organiza cada tres años) hace evidente el desconocimiento del proceso dialéctico de las naciones y de las nuevas realidades que aquejan a la aldea global.
Que el presidente de la República manifieste su desacuerdo a través de su ausencia representa no sólo la conciencia de la especificidad de cada país, sino también el respeto a la hermandad latinoamericana y la solidaridad con aquellos que han sido marginados por el imperialismo anacrónico, debiendo traer a la memoria que el respeto al derecho ajeno es la paz.
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