Por: Ricardo Monreal Avila
En espera de que concluya el proceso electoral en los Estados Unidos de América, y de que se declare oficialmente quién será el nuevo presidente de esa nación, es previsible que la relación bilateral continuará siendo cordial y de mutua cooperación para el beneficio de ambas naciones, con independencia del signo partidista vencedor, pero privilegiando el diálogo y el respeto mutuo.
El diálogo, antes que la descalificación y la acusación, seguirá siendo un elemento fundamental para mantener un puente entre ambos gobiernos democráticos, mediante el cual continuarán generándose canales de cooperación mutua en temas de relevancia para las dos agendas.
Es bien sabido que buena parte de la producción y de la prosperidad económica de la Unión Americana se debe a la incansable labor de nuestras y nuestros connacionales que se aventuraron a cruzar la frontera norte en busca de mejores condiciones de vida que, lamentablemente, no pudieron encontrar aquí, y de igual manera, las remesas que envían las y los compatriotas a México desde el vecino país del norte son de suma valía para nuestra nación. En este sentido, es lógico pensar que los pendientes en materia de migración mantendrán su peso específico en la agenda bilateral.
El Estado mexicano estará enfocado en mantener la estabilidad de la relación con su principal socio comercial, con mayor razón en un escenario de pandemia en el que no han sido fáciles ni la diversificación de los mercados ni las oportunidades de negocio.
Todo ello, al margen del partido político al que perteneza el mandatario estadounidense para el periodo 2021-2025, pues en la relación bilateral ha habido encuentros y desencuentros a lo largo de la historia, con presidentes de signo republicano y demócrata por igual.
Por ejemplo, en el siglo XIX, México fue sacudido por el expansionismo estadounidense. James K. Polk, presidente demócrata, dio luz verde a la invasión norteamericana que culminó con la firma de los Tratados de Guadalupe-Hidalgo en 1848, y con la eventual pérdida de los territorios de la Alta California y Nuevo México.
Asimismo, en 1913, ya en el siglo XX, nuestro país experimentó de nueva cuenta un intervencionismo declarado por parte de la Unión Americana, cuando Henry Lane Wilson, embajador de aquella nación, participó activamente en el derrocamiento que llevó a la dimisión y posterior asesinato de Francisco I. Madero, el presidente emanado de la Revolución mexicana. El diplomático propició en buena medida la traición de Victoriano Huerta. Su procedencia política era republicana.
En contrapartida, en 1938, el presidente Lázaro Cárdenas del Río expropió la riqueza petrolífera de la nación, que estaba en manos de compañías extranjeras —estadounidenses algunas de ellas—, lo que fue decretado el 18 de marzo de aquel año. Con la Segunda Guerra Mundial en puerta y ante la necesidad de asegurarse la provisión de combustible para la industria armamentista y para la eventual campaña bélica en Europa, Asia y África, Frank D. Roosevelt, presidente demócrata de los Estados Unidos, decidió respetar la acción de autonomía energética tomada por su par mexicano, así como el decreto de expropiación del general Cárdenas.
De igual manera, a inicios de este siglo XXI, después del atentado del 11 de septiembre en Estados Unidos, el Senado mexicano decidió no incorporar a nuestro país a una fuerza multinacional en contra del terrorismo. Esta determinación no fue cuestionada por el entonces presidente norteamericano George W. Bush, emanado del ala republicana, y tampoco derivó en algún tipo de represalia o intento de coacción por parte de la Casa Blanca.
A la luz de lo anterior, se confirma que la relación bilateral con la Unión Americana ha sido compleja, ambivalente y ajena al matiz partidista. La hegemonía que ejerce ese país sobre la región no depende en absoluto de la ideología política que se erija en Washington, pues ésta obedece a condiciones estructurales más que coyunturales.
El Gobierno mexicano tendrá que negociar a partir de las coincidencias, despejando las diferencias, y conducir la relación por la vía institucional, con respeto a los principios de política exterior marcados en nuestra Constitución.
En ese mismo sentido, el presidente Andrés Manuel López Obrador, prudentemente, ha rehusado emitir cualquier pronunciamiento en relación con el triunfo de un candidato a la presidencia estadounidense u otro, hasta en tanto el proceso no concluya de manera oficial.
Para la oposición, esto representa un error estratégico, bajo la creencia de que, de acceder al poder el aspirante demócrata, se ensañaría contra el Gobierno mexicano, por no haber concedido un reconocimiento inmediato; cuestión enteramente falaz y carente de sustento.
A lo que sí se debe prestar atención es a la robusta agenda bilateral en la que se encuentran imbricados ambos gobiernos, la cual no se suspenderá, con independencia del partido que ocupe la Casa Blanca los próximos cuatro años, y la que, de antemano, sabemos que contempla cuando menos cuatro puntos relevantes: energía, narcotráfico, migración y libre comercio.
Y algo que tampoco se puede soslayar es que, de arribar el candidato demócrata a la silla presidencial estadounidense, se pueden esperar ciertas diferencias, como el énfasis que se daría al tema del uso y la implementación de las energías limpias en nuestro país, así como lo concerniente al narcotráfico, sobre todo en este momento coyuntural en que altos funcionarios mexicanos de administraciones pasadas están siendo procesados en los Estados Unidos, acusados de colusión con la delincuencia organizada.
Por otro lado, en el tema migratorio se podrían retomar las propuestas que quedaron suspendidas en la agenda demócrata a partir de la transición, y respecto a las relaciones comerciales se apostaría a la exigencia del cumplimiento cabal del T-MEC, sobre todo en lo concerniente a la inspección laboral y sindical, aspectos que ya había anticipado el ala demócrata en los debates correspondientes.
El tópico de la salud pública también ocuparía un espacio relevante en las relaciones bilaterales. En la coyuntura, los aspectos sanitarios están trastocando transversalmente la cuestión de flujos migratorios, temas laborales, turísticos y, por supuesto, lo relacionado con inversiones directas e indirectas.
La manera de gestionar la crisis sanitaria ha sido uno de los puntos de mayor crítica que ha recibido el actual presidente estadounidense, por lo que, de llegar el candidato demócrata a la Casa Blanca, sería esperable un cambio radical en este sentido.
Así, sin anticiparse a los hechos, el Gobierno mexicano estará ocupado en depurar las estrategias diplomáticas para fomentar el intercambio para el desarrollo, el diálogo y la cooperación; aspectos que han sido piedras angulares en la construcción de las relaciones con los Estados Unidos.
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