En días recientes, ha cobrado gran relevancia la participación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en asuntos que conforman la parte toral de la Agenda de Seguridad del Gobierno federal.
La postura de este último a ese respecto, es que la eventual desaparición de la prisión preventiva oficiosa (consagrada en el Artículo 19 de nuestra Carta Magna) podría desencadenar la precipitación del régimen de impunidad en favor de la delincuencia organizada u otros criminales, que lesionan gravemente los principales bienes jurídicos tutelados por el Código Penal Sustantivo.
En contrapartida, en el seno del Poder Judicial existen voces que argumentan que la aplicación de la figura de la prisión preventiva oficiosa podría estar afectando los derechos humanos de las personas indiciadas, así como el principio de presunción de inocencia o el principio “pro homine” por lo que el apartado concreto del dispositivo constitucional en comento debiera estar sujeto a revisión en sede judicial, para proceder a su eventual inaplicación.
Lo anterior obedece al rol del Poder Judicial como contrapeso de los otros Poderes, y a la fragua de las ideas de su independencia o autonomía, lo que incluye el llamado “gobierno de los jueces” (la administración de la administración de justicia).
Sin embargo, valdría la pena reconocer que esto último es de reciente acuño, antes de poner sobre la mesa los alcances y la naturaleza del máximo Tribunal jurisdiccional de nuestro país.
La idea de independencia o autonomía judicial no era propia de los regímenes monárquicos. Con el advenimiento de la Revolución francesa se pretendió censurar los extremos de la monarquía absoluta, proclamando principios como la Separación de Poderes y la Autonomía Judicial.
En los albores de la Revolución en el país galo incluso se llegó a proponer el carácter electoral para seleccionar a los jueces y a los órganos administrativos del Poder Judicial, aunque tal circunstancia fue efímera, ante las suspicacias de los otros Poderes. El fin de estos intentos se dio con el golpe de Estado de Termidor.
En Europa, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se procedió a separar de la administración pública centralizada la función justicia, cuando era precisamente el Gobierno, el Poder Ejecutivo, el que controlaba la configuración administrativa del Poder Judicial. Los juzgadores, de algún modo, se incrustaban en el régimen de servidores públicos incardinados en el ramo administrativo.
Durante el siglo decimonónico, ya entrados en funcionamiento los diversos tipos de constitucionalismo, comulgaban sin mayor problema las ideas de independencia judicial y de la adscripción de la función justicia a la estructura administrativa troncal del Poder Ejecutivo (bajo la dirección del Ministerio de Justicia), en la que los jueces eran considerados como funcionarios sujetos al mismo régimen de responsabilidades que los demás Ministerios del Gobierno.
Cabe recordar que entre 1870 y 1936 los cuestionamientos en torno a la dependencia orgánica de los juzgadores respecto del Gobierno fueron abordados a través de la evolución de las instituciones, de la carrera judicial y la inamovilidad de los jueces, lo que garantizaría de algún modo la objetividad e independencia del quehacer jurisdiccional.
En los países latinoamericanos, por ejemplo, a partir de estos planteamientos, la autonomía judicial y el gobierno de los jueces se encomienda a órganos independientes de los otros Poderes, pertenecientes al propio Poder Judicial, los cuales desempeñan funciones ambivalentes de carácter administrativo y jurisdiccional.
En el caso mexicano, sigue abierta la discusión en torno a buscar la mejor manera de asegurar la independencia de las personas juzgadoras.
Desafortunadamente, los debates al interior de la Suprema Corte de Justicia respecto de la pretendida inaplicación del Artículo 19 Constitucional no son estrictamente de carácter técnico o jurídico, lo que puede llevar a nuestro Tribunal Constitucional por los senderos de la extralimitación, invasión de competencias o intromisión excesiva en las funciones de los otros Poderes.
En los regímenes democráticos, un Tribunal Constitucional existe para proteger, interpretar y tutelar una Constitución, mas no para reformarla, modificarla o reescribirla.
Pretender arrogarse facultades metaconstitucionales equivaldría a una instauración de facto de una especie de gobierno de jueces, un suprapoder constitucional, como el Supremo Poder Conservador (1836), que estaba por encima del Ejecutivo, del Legislativo y de la Alta Corte de Justicia.
De estas últimas decisiones de la SCJN depende ir afianzando los logros históricos en la ruta de la autonomía y la independencia judiciales o rebasar las fronteras de la legitimidad y la constitucionalidad, para repetir intentos de posicionarse por encima de todas las instituciones del Estado.
No hay legislación exhaustiva para procesar los casos en los que el Tribunal Constitucional considere que existe una contradicción entre dos o más disposiciones de nuestra Carta Magna, de hecho, en México ni siquiera está previsto expresamente el control de las omisiones legislativas. Para la procedencia de éstas, se debe emplazar al Poder Constituyente u órgano reformador permanente para la corrección pertinente.
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