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Por: Ricardo Monreal Avila

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

Las coaliciones electorales en nuestro país son una práctica política no tan añeja.

En las democracias de occidente, y particularmente en América Latina, se recurre a las alianzas partidistas para ampliar el rango electoral y con ello asegurar de una manera u otra su presencia o representación en los diversos Distritos o Demarcaciones políticas.

A través de los años, la ciudadanía se ha familiarizado con la existencia, a veces efímera, de variadas insignias políticas que en determinado tiempo se unen para enarbolar proyectos de gobierno con intereses comunes.

En México, una de las alianzas electorales más importantes y transcendentes de la historia contemporánea la encontramos en el Frente Democrático Nacional, el cual surgió en 1988 para postular e impulsar la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas rumbo a la Presidencia de la República en las elecciones federales de aquel año. Aquella coalición estuvo formada por cuatro partidos políticos de posición política de izquierda, que asumieron un papel opositor al dominio del régimen de entonces.

El Partido Mexicano Socialista, el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, el Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional y el Partido Popular Socialista se unieron para buscar la democratización de los procesos electorales, evidentemente arbitrarios en ese momento y, consecuentemente, para que se depuraran los canales políticos al interior del aparato estatal, el cual ya acusaba una creciente descomposición.

La impresionante movilización social que produjo aquella coalición partidista de izquierda cimbró el escenario político nacional y abrió una posibilidad real para precipitar la caída del régimen político posrevolucionario, el cual, en términos de Giovanni Sartori, se podía catalogar, entre los sistemas autoritarios, como de partido hegemónico pragmático.

Para especialistas en la materia, la coalición de los partidos políticos antes de los periodos electorales, con el fin de impulsar agendas políticas similares o comunes puede asegurar en cierta medida un mayor número de votos, aunque no necesariamente garantice el triunfo.

Este tipo de coaliciones implica estrategias de coordinación en las que, mediante actos públicos, se anuncia la intención de los partidos coaligados de llegar a acuerdos y a eventuales alianzas para proponer gobiernos unificados o simplemente para presentarse a la competencia con aspirantes comunes para los diferentes puestos de elección popular.

Tales alianzas entre partidos suelen ser más propensas a formarse si entre ellos hay compatibilidad ideológica, hay similitud en tamaño y, de manera interesante, cuando las reglas electorales son desproporcionadas y el sistema electoral permite la existencia de un gran número de institutos políticos.

El próximo proceso electoral es especialmente relevante, porque ocurrirá a la mitad de la presente administración federal, y porque se renovará la integración de la Cámara Baja, así como un número importante de gubernaturas estatales, congresos locales y presidencias municipales; ante ello, los principales partidos políticos de oposición concertarán alianzas electorales para captar un número mayor de votantes y buscar construir un frente común que frene los cambios institucionales puestos en marcha por el Gobierno de la 4T.

Con una aprobación ciudadana de más del 60 por ciento, la legitimidad de que goza la actual administración federal repercutirá ampliamente en las preferencias electorales del año entrante.

De este modo, Morena encabeza preferencias en los Estados donde se prevé una alianza opositora: Colima, Chihuahua, Michoacán, Nuevo León, Sonora. Sin embargo, a partir de las alianzas, recurso por demás legítimo, se espera un incremento en el nivel de competencia en las diferentes Entidades y los Distritos electorales, ya que las coaliciones electorales probablemente movilizarán a votantes que no tengan compromiso con algún color en particular.

No obstante, es de llamar la atención la peculiar alianza electoral del año entrante entre los partidos de oposición. Sería prácticamente impensable que los principales representantes de estos institutos políticos, en una coyuntura no muy lejana, como la de 1988, imaginaran siquiera una coalición de esta naturaleza.

Si bien las coaliciones son un recurso o una estrategia electoral legítima, el proceso dialéctico ínsito en la alianza formal PRIAN-RD bien podría acusar efectos colaterales contraproducentes para sus integrantes.

Por la naturaleza histórico-ideológica de cada uno de estos tres institutos políticos, una eventual alianza podría cimbrar sus bases, que resentirían la contradicción a nivel ontológico y teleológico. Se trataría de un caso extremo de gatopardismo, difícil de asimilar por muchos de sus más fieles seguidores y seguidoras. 

En cualquier caso, la pregunta más obvia sería: ¿quién o quiénes están impulsando una nueva coalición partidista, pese a las diferencias ideológicas, históricas, económicas y políticas por las que se han enfrentado, y aun descalificado, mutuamente por décadas sus integrantes?

Para algunas voces, se tratará de un fenómeno que anuncia una era abiertamente pragmática de las alianzas políticas y que, al mismo tiempo, puede abrir la puerta a nuevos paradigmas de participación ciudadana, teniendo como antesala el agotamiento del sistema partidista. Para otras personas, la coalición de partidos de oposición no es sino una representación más de los tentáculos de la mafia del poder, del régimen de corrupción que se resiste a perder los privilegios que se han visto comprometidos por el Gobierno de la 4T.

Deberá ser la ciudadanía (y el electorado militante) quien juzgue y se forme su opinión ante los eventos recientes y los que tengan lugar más adelante, de cara al proceso electoral intermedio de 2021.