Por: Ricardo Monreal Avila
En días recientes, dos eventos acapararon los titulares de los principales diarios nacionales: la insuficiencia en la adquisición de vacunas contra el SARS-CoV-2 y los pormenores en torno a la reforma energética presentada por el presidente de la República, en el marco del apagón que afectó a algunos Estados del norte del país, por falta de gas natural.
Ambos hechos están íntimamente relacionados con un término subyacente a los fundamentos de las relaciones internacionales: la soberanía estatal.
Las instituciones del Estado son el conducto para realizar o llevar a cabo los intereses individuales o particulares, pero también para cubrir las necesidades colectivas, abordando de manera integral el carácter dual de quienes conforman las sociedades contemporáneas, que se decantan entre seres individuales y seres sociales.
Al poder que tiene el Estado y que le ha concedido la sociedad se le denomina soberanía, entendida como el ejercicio de la autoridad suprema que reside en el pueblo y que se ejerce a través de los poderes públicos, de acuerdo con su propia voluntad y sin la influencia de elementos externos o extraños.
En el caso concreto de México, su soberanía se encuentra depositada en los poderes de la Unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). El presidente de la República, depositario del Poder Ejecutivo, a través de las últimas reformas presentadas ante el Congreso mexicano ha actuado en congruencia con su papel como parte y representante del Estado, pues en apego a las facultades políticas y constitucionales inherentes a su cargo, ha auspiciado una clara visión de respeto a la soberanía nacional.
Las premisas fundamentales del Estado mexicano fueron holladas durante los sexenios recientes, que propiciaron la instauración del neoliberalismo económico, lo que en poco más de tres décadas acarreó consecuencias funestas para el país: se desataron la violencia y la inseguridad; se acrecentaron la marginación y la desigualdad; el campo y otros sectores productivos cayeron en el abandono, y áreas prioritarias como la salud y la educación sufrieron un gran deterioro.
Sin embargo, los saldos más lapidarios de estas políticas económicas los encontramos en el vaciamiento paulatino de la soberanía estatal. De ahí la creciente dependencia económica, tecnológica, energética y hasta alimentaria, principalmente respecto de nuestros vecinos del norte.
En este orden de ideas, si se hubiera apostado por el fortalecimiento de la soberanía alimentaria, energética, financiera o tecnológica en nuestro país, ¿podríamos haber tenido una vacuna mexicana contra la COVID-19? ¿Podríamos haber tenido nuestro propio gas natural y evitar los apagones que semiparalizaron el noreste del territorio nacional? La respuesta parece evidente.
Aunque gracias a las gestiones del primer mandatario mexicano con su homólogo ruso llegaron a nuestro país 200,000 vacunas Sputnik V -las primeras dosis de un total de 24 millones que las autoridades sanitarias esperan que arriben en los próximos meses-, si instancias como el Conacyt, en lugar de financiar proyectos de investigación de corporaciones privadas (que luego hacen deducibles de impuestos) hubiesen fondeado la investigación biomédica pública nacional, como la que realizan el IPN, la UNAM o los Institutos de salud pública, la vacuna “Patria”, que anunció el presidente López Obrador la semana pasada ya sería una realidad en este momento.
México ha destinado 33 mil millones de pesos para adquirir vacunas. Si la acción pública de los gobiernos pasados se hubiera dirigido a la innovación científica y tecnológica, al fortalecimiento de la educación, de los sectores productivos y de la industria nacional, en suma, al fortalecimiento de la soberanía estatal, con la décima parte de lo que hoy se está gastando en la adquisición de millones de antígenos contra el SARS-CoV-2 ya se hubiera podido disponer de la vacuna “Patria” y aplicarla de manera masiva.
Con el gas natural, un combustible limpio y amigable con el medio ambiente, pasó algo similar. México posee el tercer yacimiento más grande de gas shale o de lutita en el mundo. Con probables 545 billones de pies cúbicos de gas natural, la Cuenca de Burgos, que abarca el norte de los Estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, garantizaría el abasto energético y el crecimiento económico del país durante la próxima generación, y por eso resulta lógico invertir en ello; Pemex requiere triplicar la inversión que actualmente ejerce en este renglón (18 mil mdd anuales), dejando de lado técnicas de extracción poco sustentables, como el fracking.
Para la visión neoliberal (que dominó en las últimas décadas) de la economía, la educación, la salud pública y otras áreas estratégicas de la nación, estas inversiones resultaban antieconómicas, y se optó por comprar medicamentos, antídotos o vacunas, en vez de producirlos o adquirir gas u otros energéticos o sus derivados a potencias extranjeras en vez de extraerlos por cuenta propia.
Las políticas de las administraciones pasadas dañaron severamente a México, apostando por su privatización e imposibilitando su evolución, con los resultados bien conocidos: pérdida paulatina de la soberanía estatal y su contracara, la dependencia económica, financiera, científica, tecnológica, energética y hasta alimentaria.
Nunca la economía ha estado tan globalizada como ahora, pero nunca tampoco el concepto de soberanía ha estado tan vigente para atender políticamente tanto la emergencia sanitaria como la emergencia energética que enfrentamos en estos días.
No por nada la República de Cuba, un país asediado por el embargo comercial, pero con un sector de salud pública muy robusto, lanzó ya su propia vacuna, a la cual denominó “Soberana”, consiguiéndolo antes que las otras naciones latinoamericanas.
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA