Por: Ricardo Monreal Avila
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El pasado viernes 10 de enero una noticia sacudió a la sociedad mexicana: un niño de once años que cursaba el sexto grado en un colegio privado del norte del país disparó en contra de su maestra, de sus compañeros y de otro profesor.
La agresión arrojó un saldo de cinco niños y un profesor heridos; dos personas muertas: lamentablemente, la docente falleció y el niño agresor se quitó la vida, además de una sociedad conmocionada por los trágicos hechos.
Ante tales eventos, la pregunta obligada fue: ¿qué pudo motivar a un niño de once años a accionar armas de fuego en contra de sus profesores y compañeros, para después atentar contra su propia vida?
En las primeras declaraciones de las autoridades locales se aludió a la posible influencia de un videojuego de carácter violento en la conducta del menor, pero aunque se pudiera establecer una relación entre el contenido del mismo con las acciones premeditadas del alumno, sería demasiado reduccionista atribuir a un solo factor hechos tan sensibles y trágicos.
Para ello es importante revisar la situación psicosocial del menor, con el fin de comprender cuáles fueron las causas que orientaron su conducta hasta ese extremo y cómo se podrían evitar en el futuro situaciones similares. ¿A quién le correspondía estar pendiente de la situación emocional y psicológica del niño? ¿Realmente la implementación del llamado “Operativo Mochila” pudo haber evitado la tragedia?
Las acciones individuales de las personas no son en forma alguna ajenas al conjunto de representaciones que se construyen de manera cotidiana en la colectividad; obedecen, pues, a lo que prevalece en los ámbitos cultural, jurídico político o moral, sin soslayar los patrones actitudinales practicados y diseminados al interior de la sociedad a la cual pertenecen; de manera que, tratándose de conductas antisociales, no se puede señalar un único responsable.
La violencia se ha vuelto un problema crónico en México y, desafortunadamente, no engloba sólo el número de asesinatos, robos, secuestros u otro tipo de actividades delictivas, sino que se puede traslapar a los ámbitos simbólicos presentes en la formación de los sujetos, que impactan directamente en el seno de las familias, con lo cual, invariablemente, se afecta la integración o el tejido social de la comunidad.
El abandono emocional que puede padecer una niña o un niño es, en sí mismo, una forma de violencia, cuyos resultados se pueden expresar de múltiples maneras en el carácter particular de las y los infantes y en sus eventuales acciones.
Émile Durkheim (1858-1917), un clásico de la teoría sociológica, arguyó en su obra “El Suicidio” que las sociedades más desarrolladas o avanzadas -de manera particular en occidente- presentaban una creciente tendencia a la individualización, notoria incluso para su época.
Para Durkheim, el suicidio —como comportamiento individual— evidenciaba “cierto estado del alma colectiva”; dicho de otra forma, la afectación del grado de integración individual al ser colectivo estaba intrínsecamente relacionada con la decisión individual de quitarse la vida, de manera que su objeto tenía que ser explicado desde el ámbito social y no únicamente desde el individual.
Para la realización de su teoría se acercó al mundo de las ciencias naturales y de la biología, por medio de la realización de metáforas en su estudio sociológico; para él, la sociedad se podía considerar como una especie de organismo vivo, capaz de producir sus propios medios de subsistencia, y éstos no son sino los hechos sociales, tal como estableció el propio Durkheim en su obra las “Las Reglas del Método Sociológico”.
Los hechos sociales, para Durkheim, son todo lo producido por la misma sociedad, como el orden jurídico, la religión y todo aquello que constituye la estructura material y simbólica de una sociedad, que provee estabilidad, pero que también es afectado por otros hechos sociales.
En este sentido, el atentado y suicidio del menor de 11 años constituye lo que el sociólogo francés denominó como “Anomia”, figura conceptual utilizada en su teoría para denotar la ausencia de normas, pero, en mayor medida, para hacer referencia a que la sociedad se ve imposibilitada o debilitada para ejercer como regulador ético, lo que impide su “cordial integración”.
La pérdida de valores morales, cívicos o religiosos, denominada por Durkheim como “Alienación”, conduce a la “destrucción o reducción del orden social”.
A la luz de esta perspectiva de análisis, los hechos ocurridos en el colegio del norte del país son muestra no sólo de una anomia, sino de una alienación en el seno de la sociedad mexicana, que se ha expresado en otras situaciones o hechos sociales patológicos, relacionados con la constante violencia en la que nuestro país se ha visto envuelto por décadas.
¿De qué sirve analizar una situación tan terrible como la aquí mencionada? Nos ayuda a entender que, para prevenir una nueva tragedia como la ocurrida, la sociedad en su conjunto debe prestar atención a la integración de los sujetos en formación.
Otra lección más es la concerniente a la necesidad de inculcar valores éticos y morales, para propiciar el respeto a la vida e integridad física propias y de quienes nos rodean. No es un asunto que le competa exclusivamente al aparato gubernamental del Estado mexicano, sino una cuestión que se inicia en el primer círculo de socialización, que es la familia.
Lo sucedido el viernes pasado es un llamado de atención para todas y todos. Por supuesto que es necesario revisar los contenidos de los artículos de entretenimiento, películas, videojuegos, etcétera; también es importante establecer operativos de seguridad en las escuelas y es de suma relevancia que haya atención psicológica para las y los alumnos en las instituciones educativas.
Sin embargo, aún más importante resulta comprender cómo estamos formando a las nuevas generaciones, qué clase o qué tipo de atención se les está dando desde el seno familiar y qué intereses se están propiciando; paradójicamente, vivimos en una sociedad abrumada por medios de comunicación masiva, pero en la que cada vez hay una menor comunicación interpersonal.
No podemos tirar la piedra sin sentir culpa alguna, pues de las acciones y decisiones que toman las nuevas generaciones, todas y todos somos responsables.