Jesús Te Ampare 

XALAPA,VER.- En la historia de México, el ladrillo de la altivez política, marea a tirios y troyanos porque el poder atonta a los inteligentes y a los bobos los vuelve locos.

Es un fenómeno que se repite cada vez que un partido se siente intocable, hegemónico, y con el poder absoluto en sus manos.

Hoy, ese mal parece haberse instalado cómodamente en muchos actores del movimiento de Morena, que tras una serie de triunfos electorales, se comportan como si fueran piezas insustituibles dentro del andamiaje gubernamental nacional.
El problema de los políticos que se creen “bordados a mano”, dueños de la verdad y del rumbo del país, es que se desligan por completo de la realidad social.
La arrogancia les hace pensar que su palabra es suficiente, que sus decisiones no deben ser cuestionadas y que su permanencia en el poder es un derecho, no una responsabilidad temporal al servicio del pueblo.

Cuando la soberbia se apodera de quienes gobiernan, las prioridades cambian. Dejan de escuchar, de dialogar, de construir consensos.
Empiezan a gobernar desde el ego, no desde la razón ni desde el compromiso social.

Se rodean de aduladores, de estructuras que sólo alimentan su vanidad, mientras se alejan de las voces críticas, que paradójicamente son las que más podrían ayudarles a corregir el rumbo.

Esta actitud no sólo afecta al gobierno; golpea directamente al pueblo.
Las políticas públicas pierden calidad, se toman decisiones apresuradas o caprichosas, y lo peor: se normaliza la simulación, el desprecio hacia la oposición, hacia los expertos y hacia la sociedad civil.

El país entero paga el costo de los errores que nacen del ego desmedido.
Morena, como movimiento hegemónico, corre el mismo riesgo que en su momento condenó a los partidos que prometió sustituir para lograr un cambio en beneficio de la sociedad.

La soberbia no distingue ideologías.

Es una enfermedad crónica del poder que carcome desde dentro, que pervierte los principios y transforma los ideales en meras consignas vacías.

Si no hay autocrítica, si no hay humildad para reconocer errores, la arrogancia terminará no sólo desgastando al gobierno, sino fracturando su legitimidad.
Porque ninguna sociedad soporta indefinidamente a políticos que se olvidan de que son empleados del pueblo, no dueños de él.

¿Identifica usted, amable lector, a personajes de la administración de Rocío Nahle, que lleve el traje a la medida de la altivez política?

ceciliogarciacruz@hotmail.com