Por: Ricardo Monreal Avila
Uno de los grandes postulados del neoliberalismo se centra en la inconveniencia del crecimiento desmedido de la burocracia al interior del Estado, pues esto representa un derroche de recursos que impide la libre acumulación del capital.
Como corolario de lo anterior, ese modelo propone el adelgazamiento del aparato estatal para propiciar esquemas de ahorro a través de la reducción del gasto público, mediante el recorte presupuestal a diferentes áreas de inversión pública, las cuales serían cubiertas con financiamiento privado.
Supuestamente, bajo estas premisas neoliberales, la élite política de la mitad de los años ochenta del siglo pasado diseñó el esquema para estructurar y ejecutar la línea de la política económica mexicana.
A pesar del adoctrinamiento consciente de los grupos conservadores para defender los postulados neoliberales, se decidió tras bambalinas realizar un pacto de unidad entre la élite del orden político y la del orden económico, con lo cual se garantizaron beneficios mutuos que dejaron de lado el bien público.
De esta unión el presidente Andrés Manuel López Obrador habló abiertamente durante el proceso electoral de 2018, cuando señaló que era necesario separar el poder político del poder económico para que nuestro país pudiera transitar hacia una auténtica democracia y a la consolidación de un auténtico Estado de Derecho.
No es secreto para nadie que, por lo menos en las campañas electorales llevadas a cabo en este nuevo siglo, los partidos políticos afines al conservadurismo recibieron financiamiento privado para impulsar candidaturas a puestos de elección popular en los diferentes órdenes de gobierno.
Tales acciones, además de ser violatorias de la ley, permitieron que desde las más altas esferas de gobierno se ejercieran políticas fiscales dañinas para el erario público, pero convenientes para los intereses de acaudalados particulares, quienes fueron el grupo más beneficiado durante poco más de tres décadas.
La prueba fehaciente de tales hechos la encontramos en los dos sexenios anteriores. En aquellas administraciones federales se condonaron un billón 88 mil 400 millones de pesos, cifra considerada a precios actuales.
El monto total de lo condonado a grandes consorcios de particulares por parte de la Secretaría de Hacienda, constituye aproximadamente una quinta parte del Presupuesto de Egresos de la Federación del año próximo. A ello hay que agregarle 273 mil 700 millones de pesos de 200 grandes contribuyentes que hoy están amparados para no revelar la cantidad de dinero que se les condonó durante los gobiernos pasados.
Este tipo de prácticas representó el culmen de una asociación inapropiada entre el poder político y el poder económico. El financiamiento ilegal de las campañas electorales, la política del escándalo, las campañas negras pagadas por particulares para favorecer al régimen fueron devueltos con creces a través de las condonaciones de impuestos, dañando con ello el erario de la nación y, sin duda, alimentando el clima de corrupción y de tráfico de influencias en la administración pública federal.
Quienes, con el presidente de la República, somos conscientes de la urgencia de terminar con este tipo de prácticas para permitir que en México impere un verdadero Estado de Derecho no sólo apoyamos, sino que también nos congratulamos con la reforma impulsada por el Ejecutivo federal para proscribir la facultad presidencial de condonar impuestos, con lo cual se reducirá la evasión fiscal y, al mismo tiempo, se garantizará una mayor recaudación hacendaria. Lo siguiente será llevar a cabo un ejercicio responsable del gasto público, con transparencia y rendición de cuentas.
Lo anterior definitivamente significará el fin del Estado benefactor fiscal, aquel que sólo benefició a un puñado de grandes consorcios, cuyos dueños, amigos del poder político, engrosaron sus bolsillos a costa de la reducción del siempre escaso presupuesto público federal; una triste paráfrasis de la mala práctica de dar más a quienes más tienen.
A la luz de estos hechos, es posible verificar que en nuestro país los gobiernos anteriores no cumplieron con la eficiencia recaudatoria o fiscal. Por otro lado, tampoco adelgazaron el aparato burocrático; es decir, el conservadurismo mexicano alimentó un régimen de corrupción e impunidad, que fue denominado por algunos como “capitalismo de cuates”.
Si bien el Estado benefactor fiscal o capitalismo de cuates fue bastante generoso con los privilegiados del poder económico, con el contribuyente de a pie fue totalmente inmisericorde: célebre es ya el concepto de “contribuyentes cautivos”. A estos últimos se aplicó mano dura so pretexto de la necesidad incuestionable de mayores recursos; no olvidamos el cuantioso aumento del IVA, que pasó del 10 al 15 por ciento, ni la pesada carga fiscal que se heredó a partir del Fobaproa durante el último sexenio priista del siglo pasado, así como tampoco el “gasolinazo” de la pasada administración.
El problema de la recaudación fiscal ha sido una constante en México desde su propia fundación, incluso desde la época virreinal. El cobro de impuestos ha derivado en un asunto bastante complejo, y con mayor razón, al ser la nuestra una sociedad históricamente desigual, alejada de la transparencia y la rendición de cuentas. Fue un verdadero enigma conocer en qué y cómo se gastaron los recursos del erario en los gobiernos anteriores.
Todas y todos debemos celebrar la iniciativa de la 4T para terminar con el inequitativo esquema de favoritismos, pues es una clara señal de la sana separación entre el poder político y el poder económico y redundará en el fortalecimiento de las finanzas públicas, de la democracia y del Estado de derecho.
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