El mundo dio un vuelco de carácter radical a partir de la pandemia del SARS-CoV-2, una variable disruptiva del panorama sociotécnico de las sociedades modernas, que incluso pudo desestabilizar las estructuras más consistentes de los regímenes dominantes.
Con la pandemia global se contrajeron los mercados; se paralizaron los diferentes sectores económicos; se originaron procesos inflacionarios; se dispararon los índices de desempleo; se ensancharon las brechas tecnológica, digital y financiera; se agudizaron los índices de pobreza y marginación; se complejizaron las relaciones internacionales, y se experimentó un sensible decaimiento del comercio y el turismo mundiales.
Cierto que no todo fueron malas noticias; la resiliencia de los diferentes pueblos y comunidades, aunada a la innovación y los diversos procesos de destrucción creativa propiciaron avances significativos en los ámbitos comercial, laboral y educativo. Como ejemplo, tenemos los distintos desarrollos en materia de teletrabajo, teleeducación y comercio electrónico.
El escenario de crisis se agudizó aún más con la irrupción del conflicto bélico entre Rusia y Ucrania —dos economías que son proveedoras de granos y recursos naturales para Europa y Asia—, provocando que los índices inflacionarios se salieran de control y que los mercados bursátiles acusaran marcadas tendencias de desestabilización.
No obstante, México nunca padeció una recesión, gracias a que mantuvo encendido —a baja intensidad, ciertamente— el motor del mercado interno, y a que la desaceleración económica fue manejada con toda responsabilidad por el Gobierno federal.
A diferencia de las viejas fórmulas del modelo neoliberal, que privilegiaban el rescate de las grandes empresas, a través de empréstitos con instituciones financieras extranjeras, como el Fondo Monetario Internacional, en la 4T se propuso un esquema de rescate para los sectores de la población económicamente más vulnerables. Contra los pronósticos conservadores y a pesar de los ataques constantes de adversarios políticos, los programas sociales impulsados por el Gobierno federal continuaron e incluso se fueron incrementando paulatinamente, a grado tal que en la actualidad en siete de cada 10 familias del país existe cuando menos una persona beneficiaria.
Dado el escenario de crisis, se hacía necesaria la inyección directa de dinero público (subsidios directos) en los hogares de nuestro país de los dos deciles más bajos, a través de los diferentes programas sociales (18); el más conocido y amplio, la Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores.
La moneda mexicana no ha cedido terreno frente al dólar; la cantidad de remesas enviadas al país por connacionales no sólo no ha decrecido, sino que reporta incrementos históricos, y las distintas estrategias para contener la alta inflación registrada en lo que va del 2022 están —y seguirán— rindiendo frutos.
No sobra decir que, desde el punto de vista estrictamente sanitario, el manejo de la pandemia por parte de las autoridades mexicanas fue lo suficientemente pertinente para que el sistema de salud no colapsara y se pudiera brindar atención médica a las personas solicitantes, e incluso se proporcionaron los insumos necesarios para que las y los pacientes afectados por la enfermedad COVID-19 pudieran atenderse en casa y, con ello, liberar espacio en los hospitales de alta especialidad para los casos más graves, permitiendo el restablecimiento de las condiciones mínimas para que el país pudiera transitar hacia la recuperación económica.
El trabajo realizado por el Gobierno federal está impregnado de una visión eminentemente popular, incluyente y auténticamente democrática, que busca favorecer a las mayorías, a los grupos menos privilegiados, a la ciudadanía de a pie. En ese tenor, los favorables resultados registrados hasta el momento nos permiten encarar un escenario prometedor para la economía mexicana.
En México no se ha recurrido completamente a la ortodoxia neoliberal, la cual propende, como única forma de evitar la recesión o la estanflación (cuando se unen desempleo e inflación; verdaderos flagelos económicos de una democracia), a apagar la actividad económica y desincentivar la demanda, mediante el incremento de las tasas de interés. A tal estrategia parece que se están adhiriendo un gran número de los bancos centrales (no así en Japón).
Por otro lado, el Gobierno mexicano ha rescatado algunos principios de la heterodoxia keynesiana, la cual recomienda evitar los efectos inflacionarios mediante la reactivación del sector primario de la economía y de las capacidades productivas del Estado, así como la implementación de políticas laborales de “pleno empleo” (obras de infraestructura) y de subsidios sociales masivos (educación, salud, consumo); es decir, en lugar de apagar el motor económico, hay que reconfigurarlo y revolucionarlo.
Nuestro país apostó por un punto de equilibrio. Por un lado (bien hecho), el Banco de México observa la ortodoxia monetaria y el fundamentalismo económico liberal; por el otro, el Ejecutivo aplica subsidios keynesianos masivos en gasolinas y programas sociales, consensúa precios tope a la canasta básica alimenticia, a la vez que evita endeudarse y aumentar impuestos.
Estas estrategias mesuradas y eficaces explican la excelente valoración con que cuenta el actual mandatario mexicano y las manifestaciones de confianza de una amplia mayoría en el país.
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