Por: Ricardo Monreal Avila
La crisis de seguridad que enfrenta el país no tiene precedentes. En su reciente visita, Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que México registra un número de muertes violentas propio de países que se encuentran en situación de guerra: 252, 538, cifra asentada desde que comenzó la llamada “guerra contra el narcotráfico” en 2006.
Tal situación, con el paso del tiempo, se ha venido agravando de manera considerable en todo el país, y la población resiente cada vez más los lamentables efectos de tal crisis.
Es bien sabido que la situación actual es producto de malas decisiones gubernamentales, auspiciadas principalmente por las recientes administraciones federales, y que las variables que originaron, alimentaron y exacerbaron los problemas sociales que hoy tenemos en las manos no tuvieron un adecuado tratamiento por parte de quienes detentaron el poder durante ese periodo.
Al pasar por alto los índices mínimos de bienestar y los indicadores de calidad de vida, la clase económica dominante y la clase política abrieron la puerta a los grupos criminales para cooptar muchos de los espacios de la vida social, pensados para suplir la falta de oportunidades y generar condiciones mínimas de desarrollo; un caldo de cultivo para la aparición de la descomposición del tejido social y la ingobernabilidad.
El aparato gubernamental abandonó de facto aspectos indispensables, presentes en el contrato social. La alarmante situación de la seguridad pública es, quizá, la piedra de toque que sirvió de parámetro para buscar otras formas de organización social, fuera de los cánones legales, lo que propició el debilitamiento del Estado mexicano y dio paso al surgimiento de grupos de autodefensa, no hace muchos años atrás. Coyuntura preocupante que llevó a serios cuestionamientos respecto de la vigencia del Estado de Derecho.
Incluso el propio Departamento de Estado estadounidense señaló en algunos de sus informes la posibilidad de considerar a México como un Estado fallido, cuando menos en algunas zonas, lo que lleva como corolario el total fracaso de la política económica y social de las últimas administraciones y el abandono de los sectores y rubros estratégicos del país, a merced de la corrupción y del favorecimiento de los grupos de poder económico desde las más altas esferas del poder político.
No es un problema menor con el que tiene que lidiar el nuevo gobierno. Los resultados de estos primeros meses no parecen cumplir las expectativas ciudadanas en la materia; todos quisiéramos que de manera instantánea la paz en el país se hiciera realidad, no obstante, recuperar la paz será necesariamente el resultado de una serie de estrategias de mediano y largo plazo, y los procesos correspondientes apenas están entrando en marcha. Más de treinta años de pauperización, corrupción, impunidad y desgobierno no se pueden corregir de la noche a la mañana.
En días recientes, el presidente de la República declaró que en seis meses se espera ver resultados iniciales, ya que se estén asentando los primeros programas sociales prospectados por el actual gobierno.
El Estado mexicano está obligado a retomar su rol como eje rector del desarrollo nacional (según lo dispone el artículo 25 constitucional), el cual debe erigirse en la punta de lanza para combatir el auge de la criminalidad en nuestro país; está demostrado que minimizar la presencia del Estado, en aras de generar crecimiento o desarrollo económico, sólo ha detonado procesos de pauperización con lamentables consecuencias para la población menos favorecida. No se puede dejar la responsabilidad social a las fluctuantes fuerzas del libre mercado.
La creación de la Guardia Nacional no es, per se, la solución al problema de inseguridad y violencia que padece el país; sólo representa una parte del conjunto de acciones para atender la situación. Recuperar el tejido social y coadyuvar a su regeneración es una tarea que corresponde a las instituciones del Estado, pero también a la sociedad en su conjunto, de lo contrario, todo sistema de planeación estará condenado al fracaso absoluto.
En proporción a la problemática en materia de inseguridad, desgobierno y violencia, deben ser los esfuerzos interinstitucionales, trans y multidisciplinarios. Esto es algo que se tiene muy presente en el Poder Legislativo del país, en el que se está trabajando hombro con hombro con el Ejecutivo para que las acciones, programas o políticas públicas respondan de manera óptima a las expectativas de la ciudadanía.
Quienes integramos la LXIV Legislatura en el Senado de la República somos conscientes de la gravedad de la situación, y durante los dos periodos ordinarios de este primer año de ejercicio legislativo trabajamos arduamente para sacar adelante las reformas necesarias que apuntalen los cambios legales indispensables para atender los grandes problemas nacionales.
En algunos espacios, como los centros u organismos gubernamentales especializados, la academia o las organizaciones de la sociedad civil, se cuenta con una serie de diagnósticos que pueden explicar las causas o las variables imbricadas en la grave situación a la que se ha llegado en el país. Sin embargo, esta etapa ejecutiva demanda la plena participación de toda la sociedad. Es un reto que tenemos por delante todos los mexicanos y las mexicanas: debemos dejar de normalizar la violencia y otros fenómenos oprobiosos.
La oposición ha encontrado en este escenario (que ella misma propició desde su otrora posición de poder y mayoría) de ejecuciones diarias, asaltos, matanzas violaciones, feminicidios, desapariciones y secuestros, el pretexto perfecto para alimentar el aparato de la política del escándalo. Sin embargo, nuestras responsabilidades exigen la mayor conciliación.
Los resultados de las acciones emprendidas por la Cuarta Transformación no serán en forma alguna inmediatos, y es una tarea que difícilmente se realizará sin la colaboración de toda la sociedad.
La unidad de la ciudadanía, con el paso del tiempo, dará el fruto que todos esperamos ver.