Por: Ricardo Monreal Avila
En semanas anteriores, uno de los ataques de desinformación emprendidos contra las decisiones del gobierno de la República cuestionó la participación del sector privado en la generación de energías limpias, en la cual no se está considerando el impacto final del precio cargado a los consumidores, sobre todo cuando se trata de las miles de familias mexicanas que podrían estar siendo golpeadas en su economía.
Todo el problema en relación con este tema tiene su origen en la mal llamada “reforma energética”, concretada en la pasada administración, pues en concordancia con las políticas económicas propias del neoliberalismo, el mayor beneficio lo obtuvieron las grandes corporaciones del sector privado, con cargo a la mayoría de la población de nuestro país.
Se han hecho señalamientos respecto a supuestos problemas en el sector energético durante los días anteriores en contra de la Comisión Reguladora de Energía y la Comisión Federal de Electricidad, por el incremento que se dio en las tarifas de porteo (transmisión y distribución) que deben pagar los generadores de energía eléctrica.
Tal situación, para algunos críticos, redunda en perjuicios para la agenda nacional sustentada en la reforma energética, alegando que el endurecimiento de las disposiciones federales constituye un atentado directo contra los proyectos para la generación de energías limpias; los adeptos al neoliberalismo tratan de ver en todo este asunto una inminente reestatización del sector.
Sin embargo, las medidas adoptadas por el gobierno escapan a cualquier debate maniqueo: lo que se pretende es sanear al sector energético y reposicionar al interés público como el principal faro de las políticas públicas, evitando la regresión, el atraso o el estancamiento que significa mantener un esquema de lucro indiscriminado en favor de unos cuantos, sello de los gobiernos pasados que representaron al neoliberalismo.
Por ello, no se entiende a quienes argumentan que el proceder del gobierno compromete el desarrollo de energías limpias en el país. En realidad, no es el tema de la generación de energías limpias lo que se está discutiendo, sino el negocio, a merced de un marco de competencia desleal (desde la entrada en vigor de la reforma energética), del que se han aprovechado los grandes consorcios de privados.
Con los ordenamientos legales dispuestos por la pasada administración se abrió la puerta al sector privado en este tenor, para que pudiera participar y competir con la CFE, pero no en igualdad de condiciones, lo que pone en evidencia el propósito de mermar al organismo público y precipitar su crisis interna.
Con la reforma energética —punto culminante del neoliberalismo—, a la CFE se le dejó cargar exclusivamente con los costos de suministrador de última instancia; es decir, la responsabilidad de tener la capacidad de exceso para atender picos de demandas o sistemas redundantes, así como de atender a usuarios menos rentables, lo que implica absorber mayores gastos para poder enviar energía eléctrica a zonas de baja densidad o en las que resulta difícil cobrar el servicio, condiciones que invariablemente se traducen en pérdidas para la paraestatal, no así para los privados, quienes comparten las ganancias, pero no los riesgos o costos.
Se debe sacar a la luz el esquema de privilegios con el cual se les permitió a los privados participar y aun competir con la CFE en condiciones desiguales. Por supuesto que se convierte en un negocio redondo incorporarse a una actividad productiva sin absorber costos, pues las ganancias netas son incluso más perceptibles.
Este problema fue mínimo al principio, pero cuando la participación de los privados aumentó, la situación para la paraestatal se agravó, y más con la entrada de los productores independientes y la posibilidad de la generación para autoconsumo, ya que las reglas de despacho favorecieron a aquellos que tenían el costo marginal más bajo —plantas nuevas, incluyendo a las de energías renovables—; en otras palabras, se les regaló el servicio de abasto permanente y la red de distribución.
Carece de sentido esperar que la paraestatal asuma todos los costos de distribución (red eléctrica) y al mismo tiempo pueda competir en el mercado de generación. Asimismo, resulta ilógico esperar que la CFE pueda cumplir con su rol fundamental en la regulación y el aprovechamiento sustentable de la energía, así como con las obligaciones en materia de energías limpias y la reducción de emisiones contaminantes de la industria (en términos de la Ley de Transición Energética), sin finanzas sanas, una adecuada estructura de costos ni planes de inversión.
Las cuantiosas pérdidas de CFE que poco a poco se transformaron en un preocupante detrimento financiero tuvieron que ser subsanadas con el aumento de las tarifas por el servicio de la paraestatal, lo que a su vez contribuyó a la pauperización de la economía de la población menos privilegiada en el sexenio pasado.
Para la 4T es claro que el Estado tiene que propiciar las inversiones en el sector, pero también velar por la salud económica de sus gobernadas y gobernados, decidiendo qué es mejor para la sociedad en su conjunto y no para unos cuántos, de lo contrario, se estaría precipitando aún más el desgaste del contrato social.
El debate no pasa por la promoción o frustración de la transición energética de carácter sustentable —que es un compromiso al que el Estado mexicano está obligado por ley—; la cuestión de fondo es la afectación de los intereses privados con las medidas del gobierno que van encaminadas a fortalecer la soberanía energética y el bolsillo de la inmensa mayoría de las y los mexicanos.
Como es natural en una democracia, los acuerdos son fundamentales para poder resolver este tipo de situaciones. Sin embargo, el papel del Estado no se puede relegar al de un simple distribuidor; para mantener la competitividad de los sectores productivos se debe reconocer su carácter estratégico y rector del desarrollo nacional.
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