Por: Ricardo Monreal Avila
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Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA
No es secreto que, en gobiernos anteriores, en lo concerniente a la administración pública, se dio una feraz práctica de subejercicios a través de los cuales se desviaron recursos provenientes de las arcas del Estado y con los cuales se financiaron campañas electorales en beneficio de candidatos de los partidos en el poder.
Asimismo, mediante actos de corrupción, los recursos del pueblo de México fueron tomados clandestinamente para enriquecer ilícitamente a servidores públicos que hoy enfrentan procesos legales o están prófugos de la justicia.
Desde la época del corporativismo mexicano hasta estas primeras décadas del siglo XXI se fomentó la creencia de que el ingreso al servicio público era sinónimo de “prosperidad” y enriquecimiento personal, a costa de la hacienda pública. Para la cúpula en el poder, ello significó beneficiar a amigos, compadres, compañeros de bancada y familia, así como el gasto de cuantiosas sumas de dinero en lujos. Todo con cargo al dinero proveniente del contribuyente de a pie.
Recordemos los múltiples ejemplos de gastos suntuarios y onerosos en artículos y productos diversos, como toallas, cortinas, gel para el cabello o incluso remodelaciones de inmuebles para uso habitacional de funcionarios y mandatarios. Ni qué decir de los dispendios en indumentaria, viajes al extranjero y compras millonarias dentro y fuera de nuestras fronteras, todos con cargo al erario y todos igual de insultantes para la sociedad, en un país lacerado por el lastre de la pobreza.
Y ni hablar de los excesivos gastos en los sueldos de los altos funcionarios de gobiernos anteriores. Al incrementarse la ostentosa burocracia, el Estado erogó decenas de miles de millones de pesos más, sólo para el pago de salarios y gasto corriente —entre los que se encuentra el arrendamiento o adquisición de vehículos de lujo—. Un auténtico caso de perfidia en contra de los intereses de la nación, ya que con esos recursos se hubiera podido invertir en obras de infraestructura y detonar mayor crecimiento económico y desarrollo.
Durante administraciones pasadas, las y los mexicanos invertimos en la manutención del hogar presidencial y en la seguridad para los mandatarios y sus familias alrededor de 30 mil millones de pesos, los cuales se erogaron en 2,638 contratos y en poco más de 1,000 proveedores. Como si se tratara de integrantes de casas reales o imperiales, la posibilidad de habitar en Los Pinos significó el pasaporte para los lujos y excesos, en medio del más lastimero clima de corrupción e impunidad que ha azotado a nuestro país.
En tal contexto, el tema del avión presidencial adquiere un especial significado, dada la necesidad de mandatarios anteriores de arrogarse el derecho a tener vidas fastuosas y lujos exuberantes, a costa del erario y a los que no acceden siquiera gobernantes de países de primer orden.
En concordancia con esa perniciosa idea, hace algunos años se decidió comprar un avión Boeing 787-8, por el cual se pagaron 150 millones de dólares y, tras las lujosas modificaciones realizadas, su valor se elevó a 218 millones de dólares. En su interior, la aeronave cuenta con una alcoba con dos clósets, cama king size, amplio baño con espejos, acabados de mármol, regadera con paredes de cristal, salón de trabajo y cocina, entre otras amenidades.
Esta aeronave representa, en el imaginario político, el colofón de los excesos a los que estuvo acostumbrada la cúpula política del pasado, alejada de la vida cotidiana del ciudadano de a pie, ignorante de las necesidades de los gobernados y proclive a la satisfacción de sus propios deseos de una vida de privilegios, a la cual se accedió mediante el abuso del servicio público.
El actual presidente fue muy claro al expresar su deseo de poner en venta la aeronave y de no utilizarla, por una cuestión de congruencia moral y política. Así, el avión presidencial ha estado guardado en un aeropuerto de California. Por su mantenimiento y resguardo, el Estado mexicano ha erogado alrededor de 30 millones de pesos en los últimos trece meses.
El presidente de la República, ante la ausencia de compradores, mencionó la posibilidad de rifar el avión, por medio de la Lotería Nacional —como una de las cuatro opciones planteadas para vender la aeronave— lo cual causó revuelo en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Es de llamar la atención que hubo quienes calificaron esta idea como ridícula, pues es inaudito pensar que seguramente esas mismas personas consideran que la adquisición y manutención de un avión de tales características, con dinero público, para “servir” a un solo individuo, en un país de más de 50 millones de personas pobres fue una de las decisiones más sensatas de las que el pueblo mexicano pueda tener memoria.
De llevarse a cabo lo propuesto por el presidente en su conferencia matutina, estaríamos frente a un llamado a la concurrencia económica, a través de la activación de una forma de economía colaborativa, cooperativa y popular, que procede de tiempos precolombinos y que aún pervive en el imaginario colectivo en México.
Las ganancias del sorteo serían destinadas a la cimentación del recién nacido Insabi, es decir, la justificación de su eventual realización encuentra su fundamento en el bien común, dejando atrás, por fin, la noción de que los bienes de la nación son para el beneficio de unos cuantos.