Más allá de que se aclare si fue entrega o captura la del fundador y dirigente máximo del Cártel de Sinaloa, Ismael “Mayo” Zambada, hay que determinar si junto con él también caerán el tráfico y la venta de drogas ilegales.
La respuesta la sabemos, y es no.
Como tampoco sucedió, en su momento, en Colombia, con la caída de Pablo Escobar; o en Perú, con Abimael Guzmán, o —recientemente— en Ecuador, con Adolfo “Fito” Macías.
En las políticas con perspectiva policial de combate al tráfico de estupefacientes, la captura de cabecillas se vuelve una “razón de Estado” y un “objetivo de seguridad”.
Por supuesto que es importante cumplir con esta etapa, porque esas personas son responsables directas de toda la cadena de hechos delincuenciales, delitos y violencia que están alrededor del narcotráfico y su secuela criminal.
Sin embargo, los capos son un eslabón, no la cadena en sí. Son un efecto, no la causa; son el reflejo, no el origen del fenómeno criminal llamado narcotráfico internacional, cuyos eslabones son de naturaleza económica, social, financiera, jurídica, psicológica, de salud pública y, por supuesto, de mercado.
La corrupción y la impunidad, como factores detonantes del narcotráfico, son, a su vez, elementos que nacen y se recrean en esa telaraña multifactorial.
En aquella entrevista que Zambada concedió a don Julio Scherer, el propio narcotraficante (que tenía el récord de jamás haber pisado una cárcel) advirtió que, si él caía, ya estaban “en camino los relevos”.
Ese récord terminó con su eventual captura o entrega, un hecho que no es menor, pues tiene un potencial impacto significativo en las redes de la delincuencia organizada o de narcotráfico en ambos lados de la frontera norte.
Al ser uno de los líderes históricos del Cártel de Sinaloa, su arresto podría debilitar a ese grupo criminal, aunque también es probable que genere una lucha interna por el poder.
Estos vacíos de liderazgo implican a menudo mayor violencia y la reconfiguración de alianzas dentro del crimen organizado.
Asimismo, la detención de un líder de ese calibre podría afectar la seguridad pública en México, si el proceso desatara represalias violentas entre grupos rivales y exintegrantes del cártel que busquen llenar el vacío de poder.
Además, la situación podría intensificar las luchas entre cárteles por el control de giros negros, rutas de tráfico y territorios.
Debe recordarse que terminar con el lastre del narcotráfico desde su raíz conlleva acompañar la captura de los capos con otras medidas de Estado, como las siguientes:
Ofrecer opciones de desarrollo social a los productores de estupefacientes.
Legalizar y regular la producción, distribución y el consumo de ciertas drogas.
Cambiar los patrones culturales (individualistas y consumistas) de las sociedades demandantes de drogas, por patrones de mayor integración y convivencia colectiva.
Políticas públicas multinacionales que atiendan de manera integral el combate a las drogas, desde el enfoque de salud pública hasta el tema de la coordinación policíaca, pasando por la homologación de marcos jurídicos y de las penas asociadas a este delito.
Una política de prevención integral de las adicciones, que implica medidas educativas, de salud pública, información mediática y reconstrucción del tejido social.
Desafortunadamente, nada de ello se está haciendo en este momento. La caída de un capo como Zambada no ha afectado la producción y venta de fentanilo, como en su momento tampoco perjudicó la muerte de Pablo Escobar al mercado de la cocaína. Los cambios científicos, tecnológicos y educativos impactan más en la evolución de las drogas que estas capturas mediáticas, pero el contexto político en que se dan (elecciones presidenciales en Estados Unidos) hace dudar más de su intención real.
Por el contrario, la detención del Mayo también podría afectar las relaciones entre México y otros países, especialmente Estados Unidos. Aunque el caso pudiera reforzar la presión para mejorar las estrategias de seguridad y justicia en la región.
Sin embargo, tales estrategias deben ser holísticas. Detrás de la lucha emprendida por los diferentes Gobiernos se oculta un acelerado proceso de fragmentación, de erosión del tejido social.
La desigualdad sigue siendo el estigma que caracteriza a nuestra sociedad.
En esta verdadera guerra irregular, las administraciones pasadas abrazaron la máxima de que solo el Gobierno estatal debe tener voz; que solamente este puede discriminar la información que se hace llegar a la población, vetarla, sesgarla o manipularla.
Quizá por ello, los criminales, “el enemigo”, hicieron de la violencia su lenguaje, su principal medio de expresión, de comunicación.
Si, por un lado, las administraciones pasadas contaban con los medios de comunicación masiva (sobre todo la televisión) para generar factores de legitimación y cohesión, por el otro, el poder económico y el poder de fuego de la delincuencia organizada constituyen elementos importantes para generar esa fuerza centrípeta que ha atraído, voluntaria o involuntariamente, a numerosos individuos o grupos de las personas marginadas, las excluidas, las extrañas, en suma, de “los otros”.
En este proceso dialéctico, muchos integrantes de la sociedad civil decidieron refugiarse en el conformismo o la resignación, misma que Alan Wolfe identifica como “cinismo pasivo” de la ciudadanía, el cual contribuye al mantenimiento del statu quo y, por tanto, al inmovilismo político.
Sin embargo, con los estragos producidos por la lucha contra la delincuencia organizada quedó plenamente evidenciado que tal resignación o “cinismo pasivo”, que constituía el principal ingrediente del frágil orden social, pendía de los enrevesados acuerdos no institucionales mantenidos con los adalides del mercado informal y los capos de la droga y de la delincuencia organizada.
Por ello, el actual Gobierno Federal apostó por una estrategia distinta para atacar las causas estructurales de la delincuencia, a fin de visibilizar los factores reales que precipitan las espirales de violencia. De ahí la base y el fundamento del “abrazos, no balazos”.
Claro que es importante la aprehensión del Mayo, pero aún queda mucho camino por andar para reducir los azotes del siglo XXI: la violencia estructural, la corrupción, la impunidad y las drogas sintéticas.
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