La reciente elección fue inédita: por mandato popular, se otorgó a MORENA y sus aliados la Presidencia de la República, la mayoría de las gubernaturas y el control del llamado Constituyente Permanente u órgano reformador permanente de la Constitución, compuesto por la mayoría calificada en la Cámara Alta —faltarían solo cuatro Senadoras o Senadores— y de la Cámara de Diputados, así como la mayoría simple en 17 Legislaturas estatales.
Y estamos viviendo una transición igualmente inédita, con la Presidenta entrante y el Presidente saliente realizando juntos giras de trabajo por el país, con una agenda emblemática y estratégica. Es algo nunca visto en la historia de las sucesiones presidenciales.
Entre 1924 y 2000, los años del presidencialismo priista, las transiciones se hacían bajo el ritual del “destape” y la consigna del “año de Hidalgo”. Miguel de la Madrid, con la Secretaría de la Contraloría, metió algo de orden, pero no llegó a constituirse una Comisión de Transición gubernamental, como a la que hoy (y desde 2006) se destina un fondo especial de 150 millones de pesos en el Presupuesto de Egresos de la Federación, para el último año fiscal de cada administración federal.
Se podría rastrear un antecedente directo de las Comisiones de Transición gubernamentales en la Ley de Transición Presidencial de 1963 en los Estados Unidos, la cual proporciona el marco para dicho proceso y en la cual la Administración de Servicios Generales (GSA, por sus siglas en inglés) desempeña un papel clave para facilitarlo.
Sin embargo, no hay Comisiones formales involucradas: la transición está a cargo de los equipos presidenciales saliente y entrante, junto con personas funcionarias gubernamentales de carrera.
Debido a su carácter complejo y multifacético, las premisas de esta ley se han ido perfeccionando mediante enmiendas y órdenes ejecutivas posteriores.
En primer término, el proceso de transición encierra una especie de planificación preelectoral.
Mucho antes de las elecciones, las y los posibles candidatos establecen equipos de transición, legalmente separados de las estructuras de organización o de la coordinación de campaña, para comenzar a planificar y desarrollar agendas políticas.
Los procedimientos también involucran actividades posteriores a las elecciones. La persona titular de la GSA determina al “aparente candidato/a exitoso”, lo que conlleva la liberación de fondos y recursos federales para apoyar la transición.
Luego de lo anterior, se puede observar la activación del equipo de transición.
En el caso del Presidente electo, su equipo intensifica esfuerzos, centrándose en los nombramientos de personal, desarrollo de políticas y revisión del estado general de las agencias.
Atento a esto último, el equipo de transición trabaja con agencias del Gobierno federal, para comprender sus operaciones, identificar prioridades clave y garantizar una entrega sin problemas de responsabilidades.
Esto involucra, además, una serie de autorizaciones en materia de seguridad.
Del mismo modo, se contemplan reuniones informativas y procedimientos de intercambio de información. La administración saliente realiza con el equipo entrante exhaustivas reuniones de esta índole respecto a temas de seguridad nacional, condiciones económicas, políticas e iniciativas en curso.
El día oficial (20 de enero), cuando el Presidente electo (o reelecto) asume oficialmente su cargo (Inauguration Day), se presta juramento y se produce la transferencia formal del poder.
Posteriormente, la nueva administración continúa ocupando puestos clave, implementando su agenda política y familiarizándose aún más con el funcionamiento del Gobierno federal.
Cabe señalar que el periodo de transición es relativamente corto, por lo que es un entorno de alta presión para ambos equipos.
Por otro lado, el Gobierno federal es vasto e intrincado, y ello dificulta que la nueva administración comprenda rápidamente todas sus funciones y responsabilidades.
Asimismo, las diferencias ideológicas o políticas pueden complicar el proceso de transición, aunque la transferencia pacífica del poder ha sido un sello distintivo de la democracia estadounidense, salvo el caso excepcional de la toma del Capitolio.
Todo lo anterior sirvió de inspiración a los tecnócratas neoliberales para promover las Comisiones de Transición en México.
Carlos Salinas integró equipos de trabajo por cada Secretaría de Estado y cabeza de sector de organismos públicos descentralizados, una vez que reveló su gabinete; aunque el primero que le dio forma y fondeo presupuestal fue Ernesto Zedillo, a fin de que Vicente Fox tuviese su sueldo presidencial incluso antes de asumir oficialmente el cargo.
La Comisión de Transición dispone de esos recursos para pagar asesorías, ayudantía y colaboración del gobierno entrante, el cual habrá de preparar el Plan Nacional de Desarrollo, elaborar anteproyectos presupuestales del primer año de la nueva administración, costear iniciativas de ley y sufragar los gastos de giras nacionales e internacionales.
Vicente Fox se acabó los 150 millones, diciendo: “apenas nos alcanzó”; Felipe Calderón regresó 27 millones a la Tesorería; Enrique Peña Nieto ejerció menos de 50 millones del total, mientras que Andrés Manuel López Obrador usó una parte mínima. Ahora que se acortó dos meses el periodo de transición y con la ratificación del principio de austeridad republicana por parte de la virtual presidenta electa, la doctora Claudia Sheinbaum, es muy probable que esos fondos sufran un recorte o un destino diferente.
De facto, la Comisión de Transición ya está en marcha; la encabezan el Presidente saliente y la Presidenta entrante, con una forma inédita de recorrer el país y tener reuniones de trabajo in situ, justo donde están en desarrollo los proyectos estratégicos del gobierno de la 4T, tanto en obras materiales como en acciones emblemáticas de justicia, como la reunión que sostuvieron con las y los deudos de los mineros de Pasta de Conchos.
No cabe duda de que a una elección inédita le está siguiendo ahora una transición inédita.
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