A propósito del ejercicio mediático y democrático de aproximadamente dos horas, celebrado el pasado fin de semana entre las tres personas candidatas a la Presidencia de la República, vale decir que, por varias razones, los debates despiertan siempre el interés público en los procesos electorales de los países democráticos.
En primer término, constituyen una fuente de información directa para las y los votantes, al brindarles la oportunidad de escuchar directamente a las personas candidatas sobre sus propuestas políticas, posiciones y visión del futuro, lo cual puede ayudarles a tomar decisiones más informadas en las urnas.
Estos ejercicios democráticos contribuyen también a la rendición de cuentas, pues permiten responsabilizar a las y los candidatos por sus acciones, declaraciones y políticas pasadas. Así, pueden ser cuestionados por oponentes, moderadores e incluso por parte de la audiencia (dependiendo el formato), y hacerles defender sus posiciones o aclarar cualquier inconsistencia o contradicción.
Igualmente, promueven la comparación entre ideas o visiones, puesto que ofrecen una plataforma para que las y los candidatos contrasten sus ideas y propuestas con las de sus oponentes. Esto permite al electorado evaluar el potencial de diferentes enfoques políticos, así como las corrientes ideológicas que se encuentran en el fondo de estas perspectivas.
Dado el formato, comúnmente se brinda a quienes contienden la oportunidad de demostrar sus cualidades de liderazgo, habilidades de comunicación y competencia para manejar temas complejos.
El electorado evalúa no solamente lo que dicen las personas aspirantes, sino también cómo lo expresan y cómo responden bajo presión.
Asimismo, los debates pueden influir en la agenda política, al destacar temas clave y dar forma al discurso público. Las personas candidatas pueden introducir nuevos temas o llamar la atención sobre otros que se han descuidado en otras ediciones, lo que provocará mayor discusión y acción.
Finalmente, participar en los debates demuestra la voluntad de una persona candidata de participar en un diálogo abierto y comunicarse de manera transparente con potenciales votantes. Esto puede ayudar a generar confianza en el proceso democrático y en las y los propios candidatos.
Por otro lado, si bien este tipo de ejercicios son un evento relevante e irremplazable en las competencias electorales, tampoco hay que exagerar sus alcances y efectos.
Esa es mi conclusión, después de ser actor y observador de cuando menos una veintena de ellos. A continuación, mis reflexiones:
1.- Asistir o no asistir. Tal es el dilema de la candidata o del candidato puntero. Pero, luego de haberlo experimentado en cabeza propia y de observar experiencias ajenas, mi conclusión es que sí hay que acudir a los debates oficialmente pactados, así se tengan distancias “irremontables” de uno o dos dígitos a favor. Lo menos que las inasistencias proyectan es falta de cortesía a la audiencia, mientras que lo peor es miedo o secretos inconfesables de un clóset prohibido.
2.- No hay que ir a todas partes. Suele haber invitaciones a debatir por parte de muchas organizaciones y foros. Sin embargo, solo hay que presentarse a aquellos ejercicios que tengan audiencias garantizadas (los organizados por las autoridades electorales, por ejemplo) y a foros con audiencias especializadas, pero con notable repercusión social (medios de comunicación, universidades, foros profesionales o empresariales).
En caso de no acudir, un video de disculpa de tres o cuatro minutos, que justifique la inasistencia y fije el mensaje central de campaña, no le viene mal a nadie: ni al auditorio ni al candidato o a la candidata.
3.- ¿Qué tan determinantes son los debates? El umbral de ganancia o pérdida de un debate se puede estimar hasta en cinco puntos. Es decir, me puede dar a ganar hasta cinco puntos, si brillo como el astro rey que fulmina y convierte en cenizas a sus contrincantes, y a la vez deslumbra a la audiencia, o me puede hacer perder hasta cinco puntos, si dejo la silla vacía y al mismo tiempo me exhiben los secretos que tuviese escondidos en el sótano o en los clósets de la casa. En condiciones de competencia cerrada, el debate se vuelve un factor determinante. De no ser así, se convierte en un elemento interviniente, y hasta superviniente, pero no decisivo.
4.- La teoría del juego. Las y los participantes se mueven con la lógica de esa teoría, la cual dicta que quien lleva la delantera debe jugar a conservar el marcador a su favor; que el segundo lugar hará todo por desbancar al primero; que el tercero tratará de colarse por el punto medio de los dos punteros, y que del cuarto lugar en adelante buscarán la alianza entre sí y apostarán a los errores de los tres de arriba.
El segundo debate presidencial de 2024 se movió impecablemente dentro de esa lógica. La puntera, Claudia, cuidó la ventaja; atacó solo en legítima defensa (“corrupta”), y no se enganchó con las frases más provocadoras de su adversaria. Xóchitl se fue a la yugular (“narcocandidata”); buscó derribar a Claudia con preguntas-cáscara de plátano, y se acuarteló en el “mentirosa”, para tratar de colgar algún adjetivo recordable, pero con menos efectividad y crudeza que la etiqueta de “corrupta” con la cual quedó al final. Máynez, por su parte, aplicó la del peleador de barrio: cuando veas a tus enemigos pelear, no los distraigas y márchate de puntitas pegado a la pared.
5.- Posdebate. Un debate se gana o se pierde en el pos-, no durante su desarrollo. Desde el domingo tenemos a disposición una extensa gama de reels, pódcast y contenidos audiovisuales que presentan a los tres como ganadores del ejercicio mediático. Y no les falta razón: Claudia entró y salió como puntera; Xóchitl se reforzó como segunda opción, mientras que Máynez logró presentar más propuestas que denuestos. La que también ganó, notoriamente, fue nuestra democracia.
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