“No tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas”. Tal es la esencia de la posverdad, es decir, cuando el prejuicio, la emoción o la percepción se anteponen al dato duro, a la terca realidad o al dato científico frío.
En el contexto de las ciencias de la comunicación, la posverdad no es un fenómeno tan reciente como se pudiera pensar.
Se refiere a una situación en la que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que el apelar a las emociones y creencias personales.
Esto significa que es más probable que las personas crean algo porque se alinea con sus creencias o sentimientos y no porque sea demostrablemente cierto.
En este sentido, la programación y el uso de algoritmos en las redes sociales juegan un papel determinante, ya que aluden a los sentimientos o preferencias preconcebidas de las y los usuarios.
Con base en esto último, la información errónea y la desinformación (información deliberadamente engañosa) se difunden amplia y fácilmente. Esto puede verse favorecido por el auge de las redes sociales y el efecto cámara de eco, pues así las personas están expuestas a información que confirma sus prejuicios existentes o ideas preconcebidas.
Por esto, es posible potenciar los sesgos en materia de libertad de expresión, o bien, la otra cara de la moneda, es decir, el libre acceso a la información, a partir de la libre difusión de las ideas. Así, la confianza en las instituciones y fuentes de información tradicionales (como periodistas y personas de ciencia) puede resultar erosionada, y ello dificultar que las personas sepan a dónde acudir para obtener información confiable o dónde encontrar una fuente fidedigna.
En este orden de ideas, no son pocos los riesgos para la democracia asociados a los diferentes matices de la posverdad.
Algunos aspectos clave de esta última, en el contexto de la comunicación política, incluyen el auge de las noticias falsas o fake news, las cuales se refieren a información fabricada o engañosa presentada como noticia, a menudo difundida en línea para engañar o manipular a las personas.
También se da cuenta del uso de hechos alternativos. Estos implican tergiversar o distorsionar deliberadamente los sucesos, para respaldar una agenda particular, lo que se agrava usualmente durante los periodos de procesos electorales o en el contexto de campañas negras.
Igualmente, se puede observar la difuminación de las líneas entre hechos y opiniones, dificultando el discernimiento de lo que es verdad y lo que no. Este es un recurso de uso común en el discurso político y encuentra un mayor eco durante las campañas políticas.
Todas estas consideraciones merecen especial atención, ya que el auge de la posverdad supone importantes riesgos o preocupaciones para la comunicación sana y las sociedades democráticas, en tanto que puede obstaculizar la toma de decisiones informadas y el discurso público, socavando de paso los principios republicanos y el ejercicio óptimo de la acción pública.
En el contexto actual, cuando el presidente de la República está siendo nuevamente asediado por los reaccionarios, cabe recordar que tres gobiernos mexicanos (los de Fox, Calderón y Peña) y al menos dos agencias estadounidenses (FBI y DEA) han investigado —desde hace años y hasta por debajo de las piedras— a AMLO, el gran opositor de ese bloque de intereses creados.
El resultado fue siempre el mismo: nada. Pero la posverdad de un hashtag repetido más de 200 millones de veces ya es, para muchas personas, una verdad consumada, que no requiere más pruebas que la del prejuicio, de la creencia, la corazonada. Se trata del 5, 10, 15 o 20 por ciento de la población, no lo sabemos aún, porque la campaña de desprestigio todavía no termina.
En los tribunales de la posverdad, la “justicia” es expedita: en la mañana, un bot lanza una acusación, y en la tarde un grupo de fans opositores ya están en el Ministerio Público con las “pruebas” en la mano.
Y las “pruebas” son los mensajes manufacturados en una granja de bots, administrada desde Indonesia con un algoritmo de inteligencia artificial, en los cuales puede aparecer tu voz y tu rostro en un lugar donde nunca estuviste, afirmando algo que jamás dijiste (deepfake).
También está la mexicanísima técnica de “Radio Pasillo” o “Radio Ven-Va”, donde lanzas un rumor en la mañana y por la tarde ya andan circulando “las pruebas” en las redes sociales. Y si le preguntas a tu interlocutor “¿dónde viste eso?”, la respuesta tiene el veredicto inapelable de un tribunal supremo: “¡Pues en mis redes!”.
#NarcoPresidente y #NarcoCandidata son los primeros hashtags de algo que vendrá en cascada y como bola de nieve a partir del inicio formal de las campañas el 1 de Marzo.
Ese algo es una intensa campaña de odio, para intentar evitar lo inevitable: el refrendo y la continuidad de la 4T en las urnas.
Desde tiempos inmemoriales, los impulsos —los sentimientos más elementales del ser humano— constituyen el motor de muchas de las actividades más racionales o trascendentales. Así, por ejemplo, tres sentimientos mueven al electorado para ir a una casilla, hacer fila y votar por alguien y por algo: esperanza, miedo y odio.
Es así como hemos tenido campañas llenas de esperanza y alegría (2018); rebosantes de miedo y terror (1994), y que destilan odio y rencor (2024).
En todo el mundo, los especialistas en diseñar, promover y sembrar campañas de odio son de la derecha, los conservadores y los reaccionarios. Así es desde Hitler y Mussolini.
Estas campañas de odio tienen tres características:
1) Resaltan y contrastan las diferencias entre las personas, en razón de raza, religión o clase social, es decir, son absolutamente discriminatorias y personalistas.
2) Crean el mito de la superioridad de un grupo social sobre los otros (por ejemplo, la supuesta superioridad de los blancos sobre los morenos o de los ricos sobre los pobres nacos) y 3) Convierten el prejuicio y la mentira en juicio y verdad, tras repetirlo y martillarlo una y otra vez, al estilo de Goebbels, el propagandista nazi.
Las campañas de odio de la derecha nunca terminan bien. El odio despierta la ira; la ira, el fanatismo, y el fanatismo, la agresión física.
¿Cuál es el antídoto contra el odio? La esperanza y la alegría.
Tenemos que hacer una campaña anunciando una muy buena nueva; difundiendo urbi et orbi que la Transformación va a continuar; que el cambio y el bienestar no se detendrán; que el corazón vencerá al hígado y la sensatez a las maldiciones.
En pocas palabras, que la esperanza, la alegría y la verdad triunfarán sobre el odio, el rencor y la posverdad.
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