Por: Ricardo Monreal Avila
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA
En días recientes circuló por redes sociales una noticia que sorprendió a las y los cibernautas: una tienda de armas en Texas, con motivo del regreso a clases, ofrecía un 50 % de descuento en la adquisición de algunos de sus artículos.
Esto se dio a sólo unas semanas de las masacres ocurridas en distintos puntos de la Unión Americana, en las que trágicamente murieron connacionales.
¿Cómo seguir lucrando con algo que claramente está lastimando de manera severa a la sociedad estadounidense?
No es la primera vez que los gobiernos mexicano y norteamericano se internan en una discusión respecto al control de la venta de armas en el territorio del vecino del norte; allá, conseguir armamento de alto poder es tan sencillo como comprar un artículo de primera necesidad en el supermercado.
La Segunda Enmienda de la Constitución estadounidense otorga el derecho individual a sus ciudadanas y ciudadanos para poder adquirir armas de fuego. Ni el gobierno federal ni los gobiernos locales pueden, en forma alguna, limitar o restringir que ese derecho, sea ejercido para la producción, la venta o la compra.
Nuestro país se ha visto considerablemente afectado por el flujo constante de armas que, de manera ilegal, han ingresado al territorio nacional, la mayoría, provenientes del mercado estadounidense.
El general Luis Crescencio Sandoval, secretario de la Defensa Nacional, admitió en días recientes que a México entraron ilegalmente alrededor de dos millones de armas durante los últimos diez años. El mayor comprador, por supuesto, fue el crimen organizado, cuyo arsenal o poder de fuego es significativamente más alto que el que poseen las policías estatales y municipales de la mayoría de las demarcaciones.
México ha sido enfático en solicitar la cooperación estadounidense para enfrentar de manera conjunta y efectiva el fenómeno del narcotráfico, lo que implica, paralelamente, que el gobierno de la Unión Americana adquiera también el compromiso de tener un mayor control de la venta y el tráfico de armas en su territorio, lo cual hasta el momento no ha ocurrido y, por lo visto, no ocurrirá en el corto plazo; la cerrazón de nuestro vecino del norte para establecer un control de esa magnitud deviene de aspectos culturales, pero, en mayor medida, económicos.
La industria de armas de fuego en Estados Unidos es altamente próspera. En 2016, la National Shooting Sports Foundation, uno de los organismos que han presionado fuertemente en aquel país para que continúe la venta libre de armas, calculó que la industria aportaba cada año —directa e indirectamente— 49,300 millones de dólares a la economía nacional. De acuerdo con estudios recientes de organizaciones internacionales, las y los ciudadanos norteamericanos concentran el 40 por ciento de las armas que se encuentran repartidas en los hogares en todo el mundo.
Sin embargo, y pese a las constantes masacres que se registran en territorio estadounidense, aún no se visualiza un esquema claro de políticas públicas que propendan a una regulación adecuada de la producción, distribución, expendio y uso de las diferentes armas de fuego.
Mientras, de este lado del Río Bravo, existe el apremio por delinear estrategias para atender de manera doméstica el problema que representa el ingreso ilegal de armas de fuego provenientes del mercado estadounidense. Infortunadamente, la corrupción en las aduanas ha sido un factor trascendental para propiciar el acceso a nuestro país de más de 200,000 de estos objetos mortales, tan solo en la última década.
Si bien queda claro que México es un país altamente violento, ello obedece a múltiples factores sociales, económicos y políticos que se han replicado durante al menos tres décadas, por lo que cualquier vía rumbo a la pacificación tendrá que pasar por la limpieza de las aduanas, el decomiso de armas ilegales, la estricta regulación y supervisión de la posesión, portación o uso, y las campañas de sensibilización inherentes. Todo esto, con independencia de lo que nuestro vecino del norte finalmente resuelva respecto de la producción, venta y adquisición de armas de fuego.
El Estado mexicano debe asumir la obligación de garantizar la paz y la seguridad en su territorio. Durante las últimas administraciones, la aparición de grupos civiles armados (autodefensas), organizados con el fin de repeler a la delincuencia tanto en las ciudades como en las zonas rurales, dio cuenta de un gobierno débil, incapaz de contener la criminalidad de los cárteles y las bandas de la delincuencia organizada, o de asegurar el monopolio del uso de la fuerza y de la violencia.
De ahí la urgencia del nuevo gobierno por fortalecer a los cuerpos de seguridad, así como al sistema de administración y procuración de justicia, pues como saldo de las administraciones recientes se encontró con un sistema de seguridad casi nulo, carcomido por la corrupción en todos sus órdenes y desde lo más profundo.
La opinión pública, la ciudadanía en general, no se fía de jueces, fiscales o policías. Así lo demuestran los diferentes estudios que miden el índice de confianza en las instituciones, en los cuales, por cierto, la Marina y el Ejército siguen ocupando las primeras posiciones. La tarea para reivindicar a aquellas figuras es titánica: a los altos índices de disfuncionalidad habrá que sumar el desorden y la falta de cooperación entre las diferentes instancias. Dentro de estas últimas, cabe incluir a las comisiones de atención a víctimas y a las de búsqueda de personas desaparecidas.
Como ha propuesto el nuevo gobierno, se debe procurar, en la medida de lo posible, irle ganando territorio a la delincuencia organizada, de manera fáctica: limitar progresivamente sus áreas geográficas de operación, y minar la base social de los grupos delictivos a través de la educación, la cultura y las oportunidades de empleo bien remunerado, así como de otros factores de bienestar colectivo, elementos que deberán ser la punta de lanza para atender la difícil situación de inseguridad y de violencia en la que está sumido el país.
Asimismo, no se debe dejar de lado la difusión de valores éticos y morales, el respeto al Estado de derecho y la cultura de la legalidad, pilares de la construcción de ciudadanía y de la nación misma. Todo esto contribuirá a lograr un verdadero armisticio, que propicie un clima de paz y seguridad, necesario para el desarrollo nacional. Sólo con la participación y cooperación de una población madura y responsable se podrá lograr una paz verdadera y duradera.