Los impuestos ocupan un lugar preeminente en las contribuciones que las y los mexicanos estamos obligados a entregar tanto a la Federación como a la entidad o municipio donde residimos, a fin de colaborar, de la manera proporcional y equitativa que dispongan las normas, con los gastos públicos correspondientes.
En este sentido, los impuestos constituyen el principal concepto por el que el Estado mexicano se allega de recursos para satisfacer las necesidades presupuestales, pero también pueden ayudar a reducir la desigualdad. Recordemos que ésta ha sido un lastre para nuestro país durante décadas; por ello, los impuestos se deben dirigir a todos los estratos sociales, pero en particular a las clases más elevadas, ya que esto puede contribuir a la redistribución de la riqueza, creando mejores condiciones de bienestar para las personas en situación de pobreza y las clases medias.
Los servicios públicos, como infraestructura, obra pública, agua y alcantarillado, así como los de carácter sanitario, la educación y la seguridad son financiados, mayormente, con los impuestos recaudados por los diferentes órdenes de gobierno, y son esenciales para el bienestar generalizado de la sociedad, al ser de uso universal.
Asimismo, cuando un Gobierno —como el que ahora impulsa la Cuarta Transformación— utiliza los ingresos tributarios o fiscales para financiar inversiones u obras públicas, así como para ampliar la infraestructura productiva o educativa, se generan condiciones favorables para que la economía crezca.
Dada la ascendente demanda de servicios públicos y el planteamiento de otras necesidades por parte de la población, los recursos fiscales suelen ser escasos. De ahí que, en forma concurrente, se haya puesto sobre la mesa la necesidad de proscribir la elusión o evasión fiscal, así como aplicar el principio de proporcionalidad consagrado en el artículo 31, fracción IV, de nuestra Carta Magna, para recaudar impuestos, en una mayor proporción, de quienes tienen mayores ingresos.
Hablamos de una cuestión altamente sensible, toda vez que, precisamente durante las décadas de la época neoliberal, pagaban más quienes menos tenían y, por el contrario, a quienes más poseían se les favorecía con esquemas fiscales generosos —que permitían un amplio abanico de deducciones—, así como con un régimen arbitrario de estímulos fiscales y devoluciones. De este modo se fue consolidando un Estado que propugnaba por una estrecha asociación entre el poder político y el poder económico.
Al respecto, desde algunos sectores conservadores se señala que si las personas más acaudaladas pagan más impuestos se conduciría a una reducción de la demanda agregada, lo que podría provocar una recesión. Asimismo, quienes defienden al antiguo régimen neoliberal sostienen que el efectivo cobro de impuestos a aquel grupo social puede desincentivar la inversión privada y la extranjera directa, debilitando el mercado interno y, por ende, el crecimiento de la economía.
Sin embargo, el cobro de impuestos a los que más ganan —sean personas o empresas— no es un tema reciente: ha sido un tema tabú desde la Independencia misma, la primera transformación de nuestro país.
El sector conservador no solo ha criticado las medidas tributarias del actual Gobierno, sino que, en forma reiterada, vaticinó un desastre económico con el advenimiento de la 4T. Según sus propias estimaciones, a estas alturas del sexenio, el dólar estaría a 35 pesos, cuando en realidad está a la mitad; habría hiperinflación a tres dígitos, cuando se encuentra al 4 por ciento en promedio quinquenal, y el desempleo sería del doble que al inicio del sexenio, cuando está en su nivel más bajo de las últimas dos décadas.
También afirmaron que Estados Unidos cerraría sus fronteras a las y los mexicanos debido a la migración fuera de control, cuando en realidad el Gobierno de ese país ha expedido el mayor número de visas laborales a connacionales desde el programa Bracero; además, aseguraron que la inversión extranjera directa casi se extinguiría, cuando está en el nivel anual más alto de toda nuestra historia económica.
Para ser un “populista irredento”, como lo han calificado, y a pesar de los dos años de crecimiento negativo por la pandemia, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dado mejores resultados económicos que cualquiera de los gobiernos tecnocráticos y populistas juntos, desde el de Luis Echeverría hasta el de Enrique Peña Nieto, pasando por los encabezados por los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón.
Sin embargo, los indicadores con que la gente evalúa a esta administración no son económicos ni técnicos, sino sociales y humanos. Lo social es la “marca de agua” de este Gobierno. El incremento histórico de los salarios mínimos, que no se veía en dos generaciones de trabajadoras y trabajadores, reactivó el consumo del mercado interno, beneficiando con ello, especialmente, a las obreras y trabajadoras (que integraban el grueso de quienes ganaban el mínimo).
Asimismo, 18 programas sociales mantienen anclado al gobierno del presidente López Obrador en todo el territorio nacional: en la tierra, en la casa, en la mesa y en el bolsillo de siete de cada 10 mexicanas y mexicanos, de tal manera que en el 70 por ciento de los 34 millones de hogares existentes en el país hay, por lo menos, una persona beneficiaria.
El próximo año fiscal, los programas sociales representarán cerca del 10 por ciento del Presupuesto de Egresos de la Federación. No hay ninguna corporación privada o pública en el país que inyecte tantos recursos al mercado interno y de manera directa a la población. Solo las remesas de migrantes y la masa salarial superan esta fuente de recursos económicos para la gente.
“¡Regalar dinero no es desarrollo!”, exclaman los tecnócratas; “El presupuesto es del pueblo, no de las élites”, responde la 4T. “¡Eso es tirar el dinero!”, cuestionan los conservadores; “Invertir en la gente es humanismo”, les recuerda el presidente.
No obstante, el mayor aporte de este Gobierno no radica ni en la observancia de los fundamentos económicos ni en la inversión social, sino en la cuestión fiscal, es decir, en reducir la evasión y la elusión.
Los Gobiernos conservadores preferían endeudar al país, mientras que los populistas optaban por la emisión directa de circulante, pero ninguno asumía el costo político de cobrar impuestos a las élites económicas. La 4T sí lo ha hecho, y esto la distingue de todos los demás, y también es un factor importante para refrendar su continuidad en las urnas.
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