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Por: Ricardo Monreal Avila

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

Los terribles eventos acaecidos en Estados Unidos de América hace algunos días no son casualidad. En el ataque perpetrado en El Paso, Texas, perdieron la vida más de 20 personas, entre ellas, ocho de origen mexicano. Horas después se registraron dos atentados más, en las ciudades de Dayton, Ohio, y en Chicago, Illinois, dejando igualmente un lamentable saldo fatal.

En los hechos de El Paso, el joven que disparó un rifle de asalto —arma que se puede conseguir en cualquier armería de Estados Unidos— lo hizo pensando en que su misión era defender a su país de la invasión cultural que implica la llegada de personas migrantes. Previo al atentado, el extremista había, presuntamente, anunciado en un foro de internet la decisión de atacar a civiles, anticipando la incomprensión de la cual sería objeto.

El presidente Trump condenó los ataques, calificándolos de terrorismo, y se pronunció en torno a la necesidad de erradicar el racismo y la xenofobia de la vida cotidiana en su nación; sin embargo, no hizo mención de la creciente necesidad que existe en su país por regular la venta de armas, lo que comprometería los intereses del poderoso lobby de los fabricantes de armas.

En lo que va del año, Estados Unidos ha sufrido 23 ataques a civiles por parte de extremistas que nada tienen que ver con organizaciones terroristas de Oriente Medio. Se trata de estadounidenses que han abrazado ideologías semejantes a las del Ku Klux Klan, grupo surgido en el siglo XIX, que pugna por la superioridad de la gente de piel blanca.

La gravedad de la situación se expresa en el hecho de que los atentados en contra de civiles en Estados Unidos se están volviendo cada vez más frecuentes, y que el clima de violencia e inseguridad ya forma parte de la cotidianidad, lo cual implica su normalización.

El Gobierno estadounidense, más allá de las expresiones de condena, no da muestras de acudir a la elaboración urgente de políticas públicas direccionadas a atender tal situación, lo que hace suponer que estos temas de seguridad no le son prioritarios, lo cual resulta preocupante para todos.

La retórica xenófoba de 2006 del entonces candidato Trump, utilizada ahora nuevamente, con miras a la reelección, ha servido como caldo de cultivo para la proliferación de grupos racistas —sobre todo en la línea fronteriza con México—, los cuales comulgan con la idea de que Estados Unidos está en peligro, debido al ingreso de personas indocumentadas a su territorio.

El mandatario estadounidense ha sido recalcitrante en reiterar que al territorio de su país están ingresando violadores, asesinos, asaltantes, narcotraficantes y demás delincuentes, con lo cual ha criminalizado, con cierto éxito, el fenómeno de la migración, al tiempo que coloca a las personas migrantes en una situación de mayor vulnerabilidad.

Ante los lamentables hechos de El Paso, el Gobierno mexicano ha reaccionado de manera oportuna con un plan de siete acciones, para buscar una verdadera justicia para las víctimas connacionales. El plan incluye la prevención de posibles agresiones en el futuro, pero también la primera denuncia por terrorismo que se ha hecho en la historia diplomática de México. Por supuesto que las políticas orientadas a resolver los problemas en este tenor no son responsabilidad única de nuestro país; Estados Unidos tiene que hacer lo propio en esta materia, lo cual implica que se considere con toda seriedad la regulación eficaz del comercio de armas que pervive en el mercado norteamericano.

En un país caracterizado por una vasta diversidad cultural y un boyante desarrollo económico, resultado de las migraciones masivas acaecidas siglos atrás, es contradictorio que ahora mismo se promueva un clima de odio e intolerancia hacia las personas insertas en el fenómeno migratorio.

Las autoridades de Estados Unidos actuaron rápidamente en los atentados antes mencionados y, de hecho, calificaron lo sucedido como “terrorismo interno”; sin embargo, es imperativo atender las causas psicosociales que han derivado, hasta lo ocurrido en Dayton, Ohio, en la masacre número 250 de esa nación. Máxime, cuando en el fondo de esas tragedias ha sido concurrente el móvil del racismo, la intolerancia, el odio y la xenofobia.

Esta situación tendría que colocar en la palestra de aquel país la necesidad de debatir sobre las implicaciones y coimplicaciones de la libertad de expresión, en un contexto en el que grupos supremacistas fácilmente pueden trasladar sus ideas y discursos radicales al plano concreto, a la esfera más íntima de la ciudadanía.

La violencia, la discriminación, el racismo, la intolerancia y el odio tristemente se encuentran en la médula de la historia negra de Estados Unidos. Recuérdese que las denominadas “minorías raciales”, compuestas mayoritariamente por personas afroamericanas, conquistaron derechos fundamentales hasta la segunda mitad del siglo XX, no sin antes ser objeto de violencia y abusos en sus trabajos y hogares, por parte de extremistas que consideraban la defensa de la superioridad racial como una misión de carácter divino.

Estos lastres representan, en buena medida, un tema no superado por su sociedad y una deuda consigo misma. Si desde sus más altas tribunas se continúa enarbolando esa faceta entre ciertos sectores, los resultados irán no sólo en perjuicio de la seguridad de las personas migrantes, sino de sus propios connacionales.

Por su parte, la sociedad mexicana no se puede permitir normalizar eventos tan trágicos como las masacres perpetradas en contra de connacionales en territorio estadounidense. Garantizar la seguridad de mexicanos en el país vecino, indocumentados o no, es un trabajo que nos compete a todos, y no será en los parámetros de la confrontación o la descalificación como se logre atender el problema, sino a través del diálogo y la razón, con la participación conjunta del gobierno y la sociedad civil, y con respeto a los canales institucionales.

El Gobierno de México es responsable de garantizar la seguridad de nuestros coterráneos en cualquier parte de mundo; pero también se debe pronunciar de manera contundente en favor de los derechos humanos de las personas, en correspondencia con lo dispuesto en los artículos 1 y 89 de nuestra Carta Magna. En tal sentido, se deben proscribir los discursos de odio, la discriminación y los comportamientos racistas, en aras de ahuyentar los fantasmas de las guerras mundiales y civiles que han sido la ignominia de la humanidad.