Por primera vez en la historia del país, una mujer preside el Poder Judicial de la Federación: la ministra Norma Lucía Piña Hernández.
Esto constituye un avance sustancial en materia de igualdad y, además, abre la puerta a otros cambios necesarios al interior de la rama en que se divide el poder público que tiene como encargo administrar justicia.
Sin embargo, esta mejora se da en un contexto en que la inseguridad, la corrupción y la impunidad hacen mella en el Estado mexicano.
Si bien ciertamente la impunidad, la violencia estructural o intersubjetiva desbordada, así como la actividad criminal descontrolada son herencia de pasadas administraciones, cabe analizar la ingeniería constitucional y la estructura orgánica del Gobierno para emprender los cambios que permitan cumplir con los principios primordiales de justificación del Estado: seguridad y justicia.
La inseguridad y los altos márgenes delincuenciales se relacionan con la impunidad y la corrupción. Son lastres presentes en los diferentes órganos de la administración pública, y parece que sus efectos son visibles al interior del Poder Judicial, tanto a nivel local como federal, al igual que dentro de las instancias de procuración de justicia, donde las fiscalías lidian con corrupción y falta de recursos, capacitación e infraestructura.
A esto se agregan los embates contra integrantes del sistema de administración de justicia, a quienes asedian la violencia estructural y la inseguridad, generándoles la necesidad de contar con seguridad privada, vehículos blindados y otras medidas que no pueden cubrir con su salario.
Por eso, resulta indispensable considerar figuras como la de personas juzgadoras o Tribunales sin rostro, para proteger y garantizar la imparcialidad, especialmente la de quienes juzgan y sentencian a los acusados de narcotráfico, delincuencia organizada, terrorismo u otros delitos graves.
No obstante, también son necesarias reformas para modernizar el sistema de administración de justicia, hacer efectivo su acceso, limitar la impunidad y garantizar la certidumbre jurídica a las y los gobernados.
No se puede dejar de reconocer que en el Poder Judicial los mecanismos de control y rendición de cuentas son exclusivamente endógenos, ya que las instancias de enjuiciamiento son el Consejo de la Judicatura y la misma Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Las garantías de inamovilidad laboral, remuneración suficiente, poder disciplinario y carrera judicial otorgan a una jueza o un juez seguridad, independencia y autonomía en su encargo, pero también lo vuelven altamente impermeable a la rendición -social y ciudadana- de cuentas.
En el Poder Legislativo, por ejemplo, a quienes integran ambas Cámaras del Congreso de la Unión se les somete a controles, fiscalizaciones y observaciones por parte de los otros Poderes y la ciudadanía. Además de contar con órganos propios de control interno, unidades de transparencia y un código de ética, pueden ser sujetos a juicio político o sentenciados a la pérdida del fuero, mediante la declaración de procedencia.
Aunque el control más efectivo es la llamada “prueba de las urnas”, una especie de ejercicio de rendición de cuentas de carácter vertical, a través del cual la ciudadanía puede revocar, de una elección a otra, el mandato concedido.
El Ejecutivo federal, a su vez, tiene controles y mecanismos de rendición de cuentas endógenos y exógenos. Con base en las reformas promovidas desde la Presidencia de la República durante los últimos cuatro años, ya no es posible pensar en el retorno o la restauración de esquemas regresivos y antidemocráticos.
Con el impulso de los principales promotores de la 4T, se ha hecho patente la necesidad de pasar de una democracia exclusivamente representativa o electoral, a una participativa y directa, consolidando así un andamiaje institucional de pesos y contrapesos, y fortaleciendo la participación ciudadana a través de mecanismos como el Plebiscito, el Referéndum, la Consulta Popular, la Iniciativa Ciudadana y la Revocación de Mandato.
Esto último, sumado a los controles convencionales a cargo de los otros Poderes, convirtió al Ejecutivo en la instancia más vigilada, fiscalizada y sometida al escrutinio público en la historia reciente, volviéndolo más fácilmente enjuiciable, ya que su titular es sujeto de juicio político y puede ser sometido a revocación de mandato.
Lo innovador de los sistemas democráticos contemporáneos estriba en dar la oportunidad a toda la ciudadanía de elegir la forma de gobierno que más les convenga, así como a sus representantes políticos.
Todo ello implica una mayor rendición de cuentas por parte de las personas servidoras públicas, así como transparencia absoluta y honradez cabal por parte de quienes detentan o aspiran a detentar el poder público.
En tal sentido, se debería considerar la sujeción del Poder Judicial a todos los medios de accountability vertical y horizontal (a decir de Guillermo O’Donnell) que, hasta ahora, parecen exclusivos de los otros dos Poderes. La efectividad, transparencia, honradez e imparcialidad de quienes se encargan de impartir la justicia es una tarea pendiente, que ya resulta impostergable.
Recordemos que la democracia plena no solo representa la voluntad popular expresada por una mayoría ciudadana libre, simple y directa, como lo vislumbrara Rousseau, sino que, además, constituye un diseño de pesos y contrapesos, como lo interpretara Montesquieu, quien se inspiró en la física de Newton para enunciar el advenimiento de sistemas políticos que han evolucionado con características bien definidas hasta las primeras décadas del presente siglo.
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