En el 112 aniversario de la última gran guerra civil que sacudió al Estado mexicano, cabe señalar que, en un sentido historiográfico, no es del todo preciso hablar de la Revolución de 1910, porque dicho movimiento alcanzaría algunos de sus objetivos fundamentales años después. Su primer acuerdo político y jurídico lo consiguió el 5 de febrero de 1917, con la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Para materializar muchos de los postulados que enarbolaron las diferentes facciones que participaron en la Revolución, debieron transcurrir varios años más. Hay quienes ubican el sexenio del general Lázaro Cárdenas como el periodo en el que se llevaron a buen puerto las demandas pendientes en favor de los grupos menos privilegiados, obreros y campesinos.
Sin embargo, es necesario conmemorar el inicio del movimiento revolucionario por las lecciones que de él pueden derivarse: recordar cuáles fueron las causas, tener presentes los errores e, incluso, identificar la ignominia que le dio origen, para no tropezarnos nuevamente con todo ello.
El movimiento revolucionario iniciado en 1910, con Francisco I. Madero a la cabeza, tuvo a su vez como una de sus principales referencias el centenario de la Independencia, lo que significó una ocasión propicia para impulsar una nueva etapa de cambios políticos en el país, así fuera mediante la insurgencia o sublevación, una vez agotados los caminos del cambio pacífico y gradual.
Detrás de esta postura no sólo estaba una convicción ideológica personal a favor de la democracia. La referencia de los precursores de la Revolución al movimiento de Independencia fue evidente en discursos, proclamas y documentos de la época. Esto pone en evidencia la importancia simbólica de la historia.
En retrospectiva, la Independencia y la Revolución mexicanas tuvieron varios factores en común. Muchos de ellos, relacionados con su origen, como la dependencia económica, la desigualdad social, el autoritarismo político, la discriminación y la marginación cultural. Lamentablemente, algunas de estas cuestiones siguen allí, tan vivas y presentes como en nuestro pasado.
No obstante, la vía electoral y el respeto por las libertades políticas parecen haber abierto un cauce pacífico para dirimir las diferencias entre compatriotas, lo cual no significa que se deban convertir en la única prioridad de la vida pública, ya que la tarea de construir una democracia integral (social, económica, política y cultural) sigue inconclusa.
Por otro lado, en la etapa terminal de los dos movimientos revolucionarios de hace 100 y 200 años también se pueden encontrar coincidencias: en ambos procesos la reconciliación, no el faccionalismo, permitió la consolidación de las propuestas de cambio.
Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide fueron los dirigentes que, en mayor medida, contribuyeron al término del levantamiento que inició Hidalgo, y pusieron punto final a la etapa más cruenta de purgas, exclusiones y disensos armados de los grupos insurgentes y separatistas. Por medio del abrazo de Acatempan, el principal jefe de las fuerzas insurgentes y el Comandante en jefe del Ejército del Sur de la Nueva España sellaron el pacto de alianza por la independencia con uno de los más connotados gestos de conciliación.
Tiempo después, y ya como presidente de la naciente República, Vicente Guerrero impulsó la primera reforma agraria, promovió la educación gratuita y expidió el decreto sobre la abolición de la esclavitud, afirmando en todo momento que “sin reconciliación no hay nación”.
En ese mismo tenor, poco más de un siglo después, la reconciliación que impulsó el general Lázaro Cárdenas incluyó tanto a las causas originales del movimiento revolucionario como a las expresiones sociales y políticas que participaron en él. Al promover el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), sumó a nivel nacional y regional al mayor número de grupos revolucionarios y representaciones campesinas, obreras y de clases medias emergentes, que no habían encontrado espacio en el Maximato.
Cabe recordar que en esos dos momentos clave de la historia nacional estuvieron presentes sendas crisis económicas, que se vieron reflejadas en sus correspondientes crisis de desigualdad social. También se hicieron acompañar de fenómenos de inseguridad; empobrecimiento de amplios sectores sociales y regiones enteras; migración interna e internacional, y amenazas de salud pública, que terminaron por minar los acuerdos de convivencia social y las relaciones de comunicación entre la sociedad y el Gobierno.
Asimismo, las crisis políticas de hace 100 y 200 años fueron detonadas por antecedentes de insurgencias indígenas y campesinas, amagos de estadillos sociales aislados, quiebres al interior de la élite dirigente y movimientos de resistencia ciudadana que disputaban el proyecto, el programa y la legitimidad política de los gobiernos en turno.
Finalmente, sobre todo en el contexto del movimiento revolucionario, la inserción del país al torrente globalizador se sustentó en proyectos ideológicos de modernización por parte del grupo político que dominaba; sin embargo, estos derivaron en experiencias fallidas o traumáticas para la mayoría de la población, provocando una crisis de legitimidad y representación de la élite gobernante.
Por tanto, a 112 años de esta gesta histórica, cabría preguntarse cuál debería ser el principal factor de legitimación del Estado mexicano. Con mayor razón, en vista del escenario actual, marcado por la crisis de confianza en las instituciones políticas, el desgaste de los discursos partidistas y una honda polarización. Estamos inmersos en la Cuarta Transformación y, si atendemos a las enseñanzas de las pasadas revoluciones, lo que debe seguir es reconciliar, para consolidar y continuar con los cambios.
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