Por: Ricardo Monreal Avila
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA
¿De qué otra forma se puede calificar la postura fijada por el presidente de Estados Unidos? ¿Cómo entender la implementación de una política antiinmigrante tan severa, viniendo de la mayor potencia política, económica y militar del orbe, cuando tal auge devino, justamente, de un pasado caracterizado por intensas oleadas migratorias?
La postura de Washington en relación con el fenómeno migratorio contribuye a alimentar la xenofobia, el racismo y la discriminación, con lo cual se vulneran los derechos humanos de las personas que han salido de sus países para buscar mejores condiciones de vida. Es decir, la actual intolerancia se ubica precisamente en las antípodas de sus raíces.
No se entiende el desprecio y la violencia ejercidos en la Unión Americana contra la población, mayormente centroamericana, que se aventura -a expensas de todo tipo de riesgos- a buscar un futuro más prometedor, si, precisamente, la nación a la que quieren inmigrar debe parte de su crecimiento a la colonización, la explotación, el injerencismo y el intervencionismo que ha llevado a cabo en esos mismos países.
A finales del siglo pasado e inicios del actual, Estados Unidos mantuvo una dinámica económica que le permitió asumirse como un polo de atracción natural de empleo para quienes buscaron mejores oportunidades de desarrollo individual. Prácticamente todas las industrias del país vecino abrieron sus puertas a la contratación de mano de obra indocumentada; su carácter irregular la hacía atractiva por los reducidos costos económicos que implicaba. La posibilidad de incrementar las ganancias, mediante el empleo de migrantes indocumentados, fue una tentación que el capital estadounidense no resistió.
Trabajadores connacionales y centroamericanos emprendieron durante muchos años un éxodo hacia el norte del continente; allá se insertaron en la agricultura, ganadería, construcción, bienes y servicios, labores domésticas o en el cuidado de niñas y niños. Miles de personas solitarias que llegaron sin nada, con el tiempo tuvieron la capacidad económica para traer a sus familias -o formaron nuevas- en territorio estadounidense, abonando con ello a la pluralidad y la diversidad cultural del vecino del norte.
Ese mismo país, al día de hoy, acepta instrumentar una política migratoria deshumanizada, cuyas consecuencias incluyen la separación y la vejación de familias enteras.
Se ha dado cuenta, a través de diversos medios que, en su intento por llegar a Estados Unidos, menores de edad fueron separados de sus padres en el momento de ser capturados por la patrulla fronteriza de aquel país, para después ser encerrados en condiciones degradantes, inhumanas e indignas. Estas medidas ya han cobrado, incluso, la muerte de algunos de ellos.
El mandatario estadounidense ha argumentado la prevalencia de la seguridad nacional para instrumentar tales medidas antiinmigrantes. No obstante, ha ignorado que el fenómeno migratorio responde a muchas cuestiones, como el exponencial crecimiento de la desigualdad entre países ricos y pobres, el cambio climático, la violencia, la agudización de la pobreza y la hambruna.
Las afectaciones a los ecosistemas por la incesante actividad industrial comienzan a dejar ver sus consecuencias, y en lugares como la región agrícola de Honduras, se sufre una sequía que se ha prolongado durante cinco años; el ganado está condenado a la muerte y los cultivos mantienen una nula esperanza.
Las y los ciudadanos hondureños saben bien que, de permanecer en su país, en el futuro inmediato sufrirán una carencia aguda de alimentos que derivará en padecimientos crónicos, con lo cual enfrentarán la muerte de manera prematura. La única opción que a muchos de ellos les ha quedado es caminar hacia el norte, con la esperanza de poder garantizar su supervivencia y la de sus familias, aunque para lograrlo deban aventurarse a tratar de cruzar ilesos por Guatemala y el territorio mexicano, en donde deben padecer, en muchas ocasiones, tratos crueles, inhumanos y degradantes, e incluso el secuestro y hasta la muerte.
El actual gobierno de EUA parece no entender que las personas no migran por el gusto de caminar bajo las inclemencias del clima o para sufrir toda clase de peligros. Son las situaciones adversas que enfrentan en sus países de origen las que las han obligado a su desplazamiento forzoso. Por supuesto que el nivel de vida que se mantiene en territorio de la Unión Americana ha incentivado la necesidad de alcanzar aquella frontera, para internarse en territorio estadounidense y poder encontrar allí esperanza, decoro y una vida digna para sí y sus familias.
No obstante, las amenazas y las redadas constituyen parte de la política migratoria de terror emprendida por Washington, con la intención de desmotivar a quienes tienen la firme intención de llegar a Estados Unidos y poder encontrar empleo.
En este sentido, el gobierno del vecino país del norte tiene que ser consciente de que México es una nación soberana y un importante aliado; no hay un buen uso de la diplomacia cuando se pretende utilizar una relación bilateral para beneficio exclusivo de una de las partes; por ello, nuestro país no se sumará a la política antiinmigrante emprendida al otro lado del Río Bravo; por el contrario, ponderará el diálogo y la cooperación bilaterales para abordar democráticamente el fenómeno migratorio.
Por el momento, existe una sola certeza: ni las actuales medidas, ni otras similares que en el futuro intente poner en marcha el gobierno estadounidense podrán frenar el fenómeno migratorio, ya que un problema de tal magnitud y trascendencia debe ser abordado con políticas desde la complejidad; con una visión multi y transdisciplinaria; con la intervención de diferentes actores locales e internacionales —gubernamentales y no gubernamentales— en quienes resida una genuina preocupación por las personas que se ven forzadas a abandonar sus lugares de origen, con el fin de salvar su vida y la de los suyos.