Ricardo Monreal Avila
Entre 2008 y 2009 se suscitó la gran crisis financiera de los “bonos chatarra” que inflaron y reventaron la burbuja inmobiliaria de la llamada década de las tasas cero, la cual impulsó un boom de vivienda y complex baratos en Estados Unidos.
Una crisis financiera es, según Frederic Mishkin, un trastorno en los mercados financieros, en el que los problemas de selección adversa y daño moral empeoran a tal nivel que aquellos se imposibilitan para canalizar fondos de manera eficiente hacia oportunidades de inversión más productivas.
Hay que recordar que el sistema financiero es también el administrador de riesgos de una economía (ahorro, fondos de pensiones, seguros y reaseguros e inversiones de largo plazo, entre otros), y el proveedor de medios de pago.
Autores como Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, señalan que esa crisis puso en evidencia la caducidad del modelo económico neoliberal, hecho que en la historia económica mundial es equiparable a la caída del Muro de Berlín y la consecuente decadencia del bloque soviético.
La fragilidad del sistema financiero, aunada a la crisis crediticia, hipotecaria y de confianza en los mercados, obligó a la comunidad internacional a replantear las bases teórico-prácticas en que se sustenta su sistema económico.
La crisis culminó con un desplome de los precios de los activos al final de 2008. Las familias de clase media y adinerada de todo el mundo debieron disminuir sus gastos radicalmente. Los precios del petróleo y de los alimentos, por las nubes, contribuyeron al sufrimiento y, por tanto, a la contracción.
Las empresas no podían incentivar la demanda para distribuir su producción entre las y los consumidores, lo que provocó reducciones de la producción y despidos.
Por su parte, el aumento del desempleo agravó la pérdida de riqueza de las familias, colocándolas en una situación económicamente riesgosa, y propició más disminuciones del gasto de consumo.
El problema del desempleo se agravó en los Estados Unidos y Europa, y las dislocaciones económicas se propagaron por todo el mundo. En el contexto de la globalización financiera, las economías débiles de los países en desarrollo resintieron en sus mercados internos las variaciones de los internacionales.
Entre los principales factores causantes de esta crisis financiera están los altos precios de las materias primas; la sobrevalorización del producto; una crisis alimentaria mundial; una elevada inflación a nivel internacional; la amenaza de una recesión en todo el planeta, así como una crisis crediticia, hipotecaria y de confianza en los mercados.
12 años después, se vuelven a reproducir estos efectos nocivos en los mercados. La mayoría de los Gobiernos y empresas se endeudaron para enfrentar la pandemia (un 34 por ciento, en promedio). El incremento constante de las tasas de interés que están aplicando de manera sincronizada los bancos centrales, para contener la inflación pos
COVID-19 y la agregada por la guerra Rusia-Ucrania condicionaron de nueva cuenta el escenario de crisis para la micro- y la macroeconomía de los países.
Autores como Clauss Offe describieron el contexto de las complejas interacciones entre los diferentes subsistemas de las sociedades, siendo el subsistema económico el que ejerce relaciones de dominación sobre los restantes; secuencia teórica de lo expuesto por Marx: “El creciente predominio de las relaciones económicas, consecuencia de la destrucción de las instituciones religiosas tradicionales que constituyen el fundo moral de las anteriores formas de sociedad es precisamente la principal fuente de anomia de la sociedad contemporánea”.
Esta concepción implica —aunque en forma indirecta— la superposición de la visión económica, para explicar la evolución o el desarrollo de las sociedades modernas.
De este modo, los fenómenos como las crisis económicas internacionales y las locales fiscales y financieras se pueden entender como efectos consustanciales e inherentes al sistema capitalista.
La política económica basada en el petróleo, las remesas y los contribuyentes cautivos llevó al país a una de sus peores crisis hace poco más de un decenio. El detonante se encontró en las variables macroeconómicas. La crisis llegó de fuera, aunque, como sabemos, rápidamente se nacionalizó, y las deficiencias estructurales de nuestro modelo económico pronunciaron los efectos negativos de la crisis mundial.
Ahora mismo, se augura una inminente recesión en Estados Unidos, que no será como anticipaba el presidente Joe Biden “superficial” ni “corta”, sino prolongada y desagradable. Respecto de nuestro país, se pronostica una depreciación del peso del 20 por ciento (24 pesos por dólar) a finales de este año y principios del siguiente.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió al término de la primera década del siglo XXI, en México ya no son los gobiernos tecnócratas los que están a cargo de enfrentar la crisis mundial. La administración actual fue de las pocas —soberanas— que no se endeudaron durante la pandemia. La reconversión hospitalaria, así como la compra de vacunas y de equipo contra la COVID-19 se realizó con cargo al gasto público corriente y la eliminación de diversos fideicomisos públicos que gravitaban sobre el Presupuesto de Egresos de la Federación.
Es decir, la austeridad republicana, combinada con una decisión presidencial de no aumentar impuestos ni adquirir deuda, evitó caer en el supuesto de una burbuja financiera, a causa del alto nivel de apalancamiento de gobiernos y empresas globales.
La alta dependencia del exterior y la concentración del mercado de exportaciones constituyen un riesgo latente para la economía mexicana, pero las buenas decisiones gubernamentales pueden ayudar a sortear o amortiguar cualquier escenario de crisis.
ricardomonreala@yahoo.com.mx
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA